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Analistas 22/02/2022

Mediocridad moral (y electoral)

Germán Eduardo Vargas
Catedrático/Columnista

En general, ¿las mayorías (y minorías) aplican tanto como predican?; ¿usted se considera buen ciudadano?; ¿los profesores estudian continuamente (pedagogía)?; ¿los abogados tuercen el derecho?; ¿los trabajadores sanitarios (ambientales) únicamente practican hábitos saludables (sostenibles)?; ¿los contadores y financieros alteran las cuentas?; ¿los funcionarios sirven al ciudadano?

Ahora, ¿los filósofos morales honran la ética en su cotidianidad?; según Moral Behavior of Ethicists (2016), no. Entonces, ¿vale la pena afiliarse a un partido o idolatrar a un caudillo?; pregunto porque el cumplimiento de su ideología o promesa tampoco sería estricto sino conveniente. Ergo, los bandos no parecen exclusivos; aun así, permanecemos orientados, divididos y empeñados por el egoísmo: una absurda tautología.

Por cierto, el problema de presumir que somos buenos -incluso mejores que otros-, es que nos atribuimos crédito para justificar lo malo (Moral Self-Licensing: When Being Good Frees Us to Be Bad, 2010). Además, para sesgar ese balance, relativizamos la moral; y el dilema es qué tanto abusamos de la integridad kantiana, el desapego budista y la compasión cristiana.

Paradójica complicidad, en los capitalismos neoliberal y comunista nadie se supera a sí mismo, como propone la filosofía moral. Breve digresión, si el Estado garantizara incondicionalmente la satisfacción de sus necesidades, ¿a qué le gustaría dedicarse?; si hubiese equidad, y nada incrementara su estipendio, ¿de qué manera le interesaría contribuir, sobresalir y trascender?

La mediocridad moral es electiva; nos limitamos a cumplir la norma social, conscientes de que no necesariamente es buena. Así emerge la inmunidad de rebaño contra el arrepentimiento y la transformación; y, cuando somos objeto de señalamientos, nos defendemos usando falacias o argumentando que otros hacen lo mismo -incluso algo peor-, y nos pagan por hacer bien lo que nos ordenan: no por hacer el bien.

Colofón, Alejandro Gaviria tiene razón cuando señaló a Ingrid Betancourt que “lo suyo es oportunismo e hipocresía, es disfrazarse de superioridad”; sin embargo, él prefirió vender su campaña al diablo -porque desconfía de los ciudadanos, tradicionalmente indignados y abstencionistas-, dispuesto a hacerse elegir aprovechando la influencia de los licenciosos políticos.

Maquillando sus virtudes, intenciones e ideas, pretende quedar bien ante esas impurezas mientras hace gala a su vanidad, para sentirse o verse heroico. Actúa igual que tantas organizaciones dedicadas a ostentar certificaciones de calidad, otorgadas tras ofrecer a los auditores experiencias privilegiadas, o aquellas que trucan la balanza para ganar premios a la excelencia (El Buen Patrón, 2021).

Previamente, su sibilina aspiración generaba ruido a Carolina Soto en la junta directiva del Banco de la República. Ahora, es inaceptable que Ricardo Ortega no renunciara a la presidencia del Grupo Energía Bogotá, antes (ni después) de que anunciaran la vinculación de su esposa como candidata a la vicepresidencia.

¿Eso es buen gobierno corporativo, y del sector público, según Rodolfo Hernández y Claudia López? Aunque aparenta ser víctima, las inconsecuencias derrumbaron a Paola Ochoa; para colmo, ¿el ingeniero hará puente electoral con Vicky Dávila o Andrea Nieto?

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