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Observar nuestras ansiedades es un ejercicio revelador. Esta época navideña puede convertirse en un bálsamo para el alma o una pesadilla existencial en donde se encuentran en remolinos todas las posibles emociones reprimidas. Se juntan muchas cosas, el final del año, el cansancio acumulado, el deseo de que mucho de lo ocurrido fuera diferente, el ansia de tener las cosas materiales que anhelamos pero también el deseo de sentir el amor de todos los que nos importan. En esta maratón propia de diciembre he observado mi ansiedad y encontré varias verdades innegables con las cuales es inevitable luchar, pues no hay algoritmo que las organice ni las ordene a nuestro antojo para sentirnos mejor.
Para mí la ansiedad muchas veces surge de ese deseo de experimentar una realidad perfecta. Es la tensión que se genera entre nuestras expectativas y lo que nos ocurre. Vivimos en una especie de laboratorio mental en donde buscamos que las cosas se muevan a nuestro antojo, en el trabajo, en la vida diaria, con nuestros hijos, en las relaciones con los demás. Inconscientemente estamos programados para escribir nuestra historia de acuerdo a lo que pensamos es el ideal, el resultado de un experimento minucioso. Desafortunadamente la vida no funciona así, no es un guion rígido ni lineal. Somos un eslabón energético del universo consecuencia de cada átomo y molécula que tiene vida. Todo se mueve de acuerdo al ritmo universal no por nuestra voluntad y antojo.
Entre lo banal y lo profundo ocurren miles de eventos que trastornan nuestro orden y que son inevitables. Sin embargo, nos aferramos a un resultado como si la vida se desarrollara a través de una fórmula matemática perfecta. Entonces luchamos permanentemente contra el clima porque llueve, contra el tiempo que tardamos en una fila de tráfico cuando somos parte de él, cuando nos dejan en visto, cuando no nos responden cómo esperábamos, cuando hay fila en el supermercado. Somos como niños malcriados e inconformes para los que nada basta. Nuestra falta de tolerancia a la frustración nos hace echar siempre la culpa de nuestra distorsionada visión de la realidad a los demás. Y todo esto nos llena de estrés, tensión y reactividad.
Sé que lo han sentido porque todos tenemos esa sensación latente en el estómago que algunas veces es vacío y otras es fuego. Entonces una simple situación genera crisis, se vuelve una bola de nieve o una nube gris que no nos deja ver el sol. El pulso de la realidad se acelera cada vez que nuestras respuestas son la pelea, la indiferencia o la huida. Un patrón que nuestro cerebro ya desarrolla de manera automática.
Entonces, ¿cómo salir de ese círculo vicioso de ansiedad que nos roba la calma y la paz? Tal vez el primer gesto de madurez emocional no sea eliminar la ansiedad, sino hacer conciencia de ella. Observarla para interpretar la fuerza de nuestros apegos.
Apego a una idea de cómo deberían ser las cosas, las personas, los tiempos, nosotros mismos.
Está época en definitiva no ayuda. Nos angustiamos porque queremos cerrar el año con broche de oro, con aprendizajes claros, balances positivos y una sensación de satisfacción de haberlo logrado todo. Queremos conclusiones cuando la vida sigue escribiéndose en borrador. Queremos finales perfectos en un mundo que funciona con incertidumbre y caos.
Aceptar que no todo encaja, que no todo sana en doce meses, que no todo se entiende ahora, es profundamente humano y esperanzador. Podemos bajar nuestros niveles de ansiedad cuando dejamos de exigirle a la realidad que confirme nuestras expectativas. Cuando entendemos que la vida no nos debe satisfacción inmediata. Que estar incómodos no significa estar perdidos. Que sentir cansancio no es fracaso, es una información valiosa que nos habla de desequilibrio.
Quizás esta época no venga a darnos respuestas, sino a mostrarnos con crudeza dónde estamos forzando demasiado. Dónde seguimos corriendo cuando el cuerpo pide pausa. Dónde seguimos queriendo controlar lo que solo puede vivirse.
No hay algoritmo para ordenar el alma. No hay atajo emocional. Hay presencia. Hay respiración. Hay honestidad brutal con uno mismo. Y, a veces, eso basta para que el fuego en el estómago deje de quemar y empiece a iluminar.
Cerrar el año no siempre es cerrar ciclos. A veces es simplemente seguir viviendo en el presente sin querer encajar en la narrativa.
La coherencia es clave. Un Estado que defiende los derechos humanos, la libertad política y la dignidad humana debe actuar conforme a esos principios, incluso cuando resulte incómodo o políticamente costoso
Por eso, el Estado, teniendo en cuenta las realidades sociales y económicas y haciendo un balance adecuado, debería regular de alguna forma y distribuir las cargas entre las plataformas digitales y los prestadores de los servicios
Nunca me tocó de cerca la discusión sobre si es más importante el árbol o el pesebre, pero en la Europa cristiana el debate está servido