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Como cada año, una de las decisiones más relevantes que esperan los colombianos es la definición del incremento del salario mínimo. Se trata de un debate complejo que genera posiciones encontradas, pero cuya discusión debe centrarse en la sostenibilidad del ingreso y en la coyuntura laboral del país. Después de todo, nadie quiere que un aumento diseñado para aliviar las condiciones de vida termine perjudicando el día a día de los hogares.
Las cifras del Dane permiten dimensionar el contexto. En Colombia, 11,4 millones de personas, cerca del 49% de los trabajadores, ganan menos de un salario mínimo, prácticamente todos soportando la informalidad. Cerca de 2,4 millones, el 10% de la población trabajadora, reciben exactamente un salario mínimo. Además, los datos recientes son preocupantes: en el último año, la cantidad de personas que ganan menos de un mínimo aumentó en 1,2 millones, mientras que quienes reciben un salario mínimo se redujeron en 1,3 millones. Este debería ser el foco de la discusión en la mesa de concertación.
El salario mínimo, que se constituye como el piso legal para los trabajadores formales, solo beneficia a un grupo reducido de la población y, en la práctica, cada vez más pequeño. No obstante, su comportamiento arrastra efectos sobre todo el mercado laboral. Existe amplia evidencia que muestra los efectos inflacionarios y de deterioro del empleo cuando el salario mínimo se incrementa por encima de criterios técnicos. No se trata de deslegitimar su importancia; por el contrario, es tan relevante que su aumento debe hacerse con rigor para evitar consecuencias indeseadas. Si los costos laborales superan la capacidad de pago de las empresas, se frena la creación de empleo estable y bien remunerado.
Hay que resaltar que los efectos nocivos de un incremento desbordado del salario mínimo no impactan igual a toda la sociedad; golpean con mayor fuerza a los hogares más vulnerables, que se encuentran en la informalidad y no alcanzan a ganar siquiera un salario mínimo, pero sí enfrentan aumentos en los bienes de la canasta básica, como alimentos, transporte y educación. Estos efectos no se limitan a los bienes de primera necesidad. Todo hogar colombiano conoce los incrementos de enero en cuotas de administración, Soat y aportes a seguridad social de trabajadores independientes, que se encarecen en la misma proporción en que aumenta el salario mínimo, por mencionar solo unos ejemplos. Un incremento responsable evita estos desajustes y protege a quienes más lo necesitan.
Además, incrementos del salario mínimo desconectados de la inflación y la productividad no solo encarecen el costo de vida, también dificultan el descenso de las tasas de interés, encareciendo el crédito en la economía. El estudiante que quiere pagar su educación, el emprendedor que busca apalancar su negocio o la familia que aspira a comprar su primera vivienda enfrentan condiciones de financiamiento más retadoras debido a los efectos inflacionarios de aumentos desproporcionados.
Por estas razones, el debate sobre el salario mínimo debe entenderse como una discusión sobre la sostenibilidad del ingreso y la protección del mercado laboral formal. Es el anhelo de todos, mejorar las condiciones de ingreso de los trabajadores colombianos, pero ajustes desproporcionados no son el instrumento adecuado. Un salario que solo aplica al 10% de los empleados no puede convertirse en un freno para sacar de la informalidad a más de 11 millones de colombianos. El objetivo no puede ser otro que generar más y mejor empleo. Ese es el camino que verdaderamente mejora el bienestar de todos los trabajadores y exige un esfuerzo conjunto de país. Ser responsable con el incremento del mínimo es, en últimas, ser responsable con el bienestar de todos los colombianos.
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