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En Colombia, las universidades están asumiendo un papel inédito en el debate público. Hoy más que ayer se reconoce que el futuro de la democracia no puede dejarse únicamente en manos de políticos y partidos, se necesita de la academia, la investigación y la formación de ciudadanos críticos. La universidad del siglo XXI enfrenta un reto mayor: no solo acompañar coyunturas electorales, sino convertirse en guardiana de la dignidad humana en medio de un mundo hiperconectado y tecnificado. El documento vaticano Antiqua et nova (Cfr. Dicasterio para la Doctrina de la Fe; Dicasterio para la Cultura y la Educación. 28 de enero de 2025. Ciudad del Vaticano: L’Osservatore Romano; Santa Sede. Recuperado de la página web de la Santa Sede), al reflexionar sobre la inteligencia artificial, lo expresa con claridad: la tecnología puede ser aliada, pero si se divorcia de la ética y del humanismo corre el riesgo de deshumanizar el aprendizaje, reemplazar el pensamiento crítico y aumentar las brechas sociales. Una “IA compañera” jamás podrá reemplazar la profundidad de la relación humana. El riesgo de aislamiento y banalización de lo humano trascendente es un espejo de lo que también puede pasar con la educación si la reducimos a algoritmos y plataformas.
De allí surge la interpelación de fondo: ¿qué papel jugarán las Instituciones de Educación Superior, IES, en una sociedad que parece debatirse entre la crisis democrática y el espejismo tecnológico? A mi juicio, su tarea es triple. Primero, recuperar la centralidad del estudiante como persona y no como dato, cultivando pensamiento crítico, ética digital y sensibilidad social. Segundo, ser puentes entre la evidencia y la ciudadanía, traduciendo conocimiento complejo en narrativas accesibles que fortalezcan la democracia. Y tercero, apostar por la inclusión y la equidad, cerrando las brechas entre universidades de élite y las instituciones públicas y regionales que educan a la mayoría. La universidad que Colombia necesita no es la que compite por rankings ni la que se deslumbra con la inteligencia artificial, sino la que se atreve a formar ciudadanos capaces de pensar con autonomía, dialogar con quienes piensan distinto y poner la tecnología al servicio de la vida y del bien común. Esa es la verdadera hoja de ruta para que nuestra educación superior no se convierta en un laboratorio de algoritmos ni en un club cerrado de expertos, sino en una fábrica de humanidad y democracia. Ellas tendrán que custodiar la humanidad en la era de la inteligencia artificial porque la dignidad de la persona debe permanecer en el centro de toda innovación. El verdadero desafío es garantizar que la tecnología no sustituya aquello que hace insustituible a la educación superior: la formación integral de personas capaces de pensar críticamente, dialogar con otros y actuar con responsabilidad ética. Una universidad que se limite a entrenar técnicos competentes en el uso de algoritmos, sin cultivar en ellos sensibilidad humanista y compromiso social, estará formando profesionales eficientes, pero ciudadanos incompletos. Un equilibrio fecundo entre lo “antiguo y lo nuevo” es aprender a integrar los saberes ancestrales y humanistas con la innovación tecnológica, reconociendo que la tradición no es un lastre, sino un capital cultural imprescindible para orientar la transformación digital. De nada sirve un campus lleno de dispositivos si en el aula se pierden el encuentro humano, el debate intelectual y la búsqueda del bien común.
Esto exige políticas públicas e institucionales sólidas sobre ética digital, protección de datos y uso responsable de algoritmos, pero sobre todo, una pedagogía que enseñe a los estudiantes a convivir con la tecnología sin perder su condición de sujetos libres y responsables.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente