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Analistas 06/09/2025

Educación, ética y tecnología: el triángulo que no podemos ignorar

P. Harold Castilla Devoz
Rector General de Uniminuto
Padre-Harold-Castilla

Colombia atraviesa un punto de inflexión. De un lado, la inteligencia artificial, IA, se consolida como motor estructural de la educación y de la economía mundial. De otro, el país enfrenta una profunda crisis de confianza en lo público, con instituciones debilitadas y una ciudadanía escéptica frente a la democracia. La pregunta es inevitable: ¿Qué sentido tiene hablar de innovación tecnológica si la ética y el diálogo social no se convierten en los cimientos de la transformación educativa?

Recientes documentos (cfr. Ocde, Artificial intelligence in society. 2024; Forbes, La nueva brecha digital: porque los gobiernos deben garantizar el acceso universal a la IA. 2025) sobre el impacto de la apropiación de la IA en Instituciones de Educación Superior, IES, muestran cómo estas tecnologías pueden democratizar el acceso al conocimiento, personalizar los aprendizajes y reducir brechas sociales. Experiencias como la de Uniminuto demuestran que, cuando la IA se gestiona con propósito social, es posible humanizar la educación, ampliar la cobertura y generar inclusión.

Sin embargo, los mismos análisis advierten sobre el riesgo de una dependencia acrítica que debemos blindar: deuda cognitiva, sesgos algorítmicos, exclusión digital y pérdida de sentido pedagógico. Paralelamente, un diagnóstico sobre ética pública y diálogo social en Colombia recuerda que menos de 20% de los ciudadanos confía en sus instituciones (cfr. Departamento Administrativo Nacional de Estadística - Dane. (2023). Encuesta de Cultura Política 2023), que la corrupción es percibida como problema estructural (cfr. Transparencia Internacional. (2023).

Índice de Percepción de la Corrupción 2023. Berlín: Transparency International) y que la polarización erosiona la capacidad de construir consensos. En este panorama, la apropiación tecnológica sin un marco ético y ciudadano sólido podría convertirse en una sofisticada forma de exclusión y no en un motor de equidad.

Aquí surgen desafíos que interpelan tanto a la comunidad académica como a los responsables de la política pública educativa: ¿Estamos preparando a los estudiantes para ser críticos y no solo consumidores de tecnologías? La IA no puede reemplazar el pensamiento humano ni convertirse en pretexto para una pedagogía superficial ¿Cómo evitar que la brecha digital amplíe la brecha social? La conectividad de calidad y la alfabetización digital deben ser reconocidas como derechos básicos, no como privilegios ¿Dónde están las alianzas entre universidades, Estado y sociedad civil para garantizar transparencia y rendición de cuentas en el uso de estas herramientas? La ética pública no puede quedar rezagada frente a la velocidad de la innovación ¿Cómo integrar la IA en la agenda de reconciliación y cohesión social? La tecnología debe ser también un puente para el diálogo intercultural, intergeneracional y regional.

La educación superior tiene hoy una doble misión: formar talento para una economía digital y, al mismo tiempo, cultivar ciudadanos éticos, capaces de reconstruir la confianza y de imaginar un país sin miedo al futuro. Ni la IA ni los pactos de ética pública por sí solos resolverán la crisis. Pero la convergencia entre tecnología, valores democráticos y un compromiso serio con el bien común puede marcar la diferencia. Colombia no puede permitirse una universidad digitalmente avanzada pero socialmente indiferente.

La academia y la política educativa deben entender que cada algoritmo que se diseña, cada aula virtual que se abre y cada credencial que se otorga son, en el fondo, decisiones de carácter ético y político. El futuro de nuestra democracia dependerá de si somos capaces de educar no solo para el mercado, sino para la vida en común y sostenible.

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