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Unos $26 billones del bolsillo de los colombianos. Otra tributaria más en la interminable cadena de reformas que nos golpea y empobrece. La justificación oficial es la misma: hay un hueco fiscal, el Presupuesto de 2026 será el más grande de la historia con $557 billones y hay que garantizar la estabilidad macroeconómica. Nadie discute la gravedad de la crisis fiscal, lo que se cuestiona es la receta escogida: cargar aún más sobre ciudadanos y empresas, en lugar de revisar de frente el gasto de un Estado que no da muestras de austeridad.
La incoherencia es evidente. Mientras el Gobierno habla de equidad y solidaridad, sube la tarifa de renta para las personas naturales, encarece el patrimonio, impone más gravámenes al consumo y hasta le pone impuestos a espectáculos, combustibles y vehículos, pero al mismo tiempo aumenta su propio presupuesto sin un solo gesto de recorte. No se toca la burocracia, no se revisa el despilfarro, no se corrige la ineficiencia. Se legisla con la lógica del atajo: como no alcanza, que paguen los de siempre.
Y todo esto ocurre en medio de un panorama económico asfixiante para el sector productivo. A la crisis fiscal se le suma que el Gobierno ya había anticipado el pago del impuesto de renta, cuadrando sus propias cuentas y desajustando la de miles de ciudadanos. Como si fuera poco, los empresarios intentan adaptarse, por no decir sobrevivir, a la reciente reforma laboral que encareció la contratación y aumentó los costos de operación. El resultado: pequeñas y medianas empresas, que son las que generan la mayor parte del empleo en el país, sienten que trabajan no para crecer ni para competir, sino apenas para pagar cargas impositivas y regulatorias y darle más de la mitad de sus ingresos a ese socio parásito, voraz e inoperante: el Estado.
En teoría, se nos dice que esta reforma es progresiva y que está pensada para los que más tienen. En la práctica, lo que se observa es un impacto directo en la clase media y en el sector productivo. Cada peso adicional que se destina a impuestos es un peso menos para invertir, innovar, generar empleo o mejorar salarios. La señal es desalentadora: mientras los empresarios intentan mantenerse a flote, el Estado se expande con una apetencia que no conoce límites.
Lo más grave es que nada garantiza que esta sea la última vez. Cada reforma tributaria promete ser la definitiva, la que pondrá fin al déficit, la que estabilizará las cuentas. Y, sin embargo, dos o tres años después volvemos a estar en el mismo punto, discutiendo un nuevo paquete de impuestos porque la raíz del problema nunca se toca: el desbordado gasto público, la falta de eficiencia y el clientelismo enquistado en las instituciones, que al final se traduce en corrupción. El Estado no se reforma a sí mismo, simplemente se alimenta de quienes producen. El Congreso tiene en sus manos una discusión crucial. No se trata solo de cuánto recaudar o de a quién cobrar, sino de poner un límite al deseo de un Estado derrochón que se cree intocable. No hay equidad si los sacrificios siempre recaen en los mismos. No hay justicia fiscal si el Estado no da ejemplo de austeridad. Y no habrá estabilidad mientras se siga pretendiendo que la solución a la crisis fiscal consiste, una y otra vez, en apretar cinturones ajenos.
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