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Hace poco el presidente de México le envió una carta al Rey de España exigiendo que pida perdón por la conquista de su país, de la cual pronto se conmemorarán 500 años. El gesto fue aplaudido por las izquierdas latinoamericanas y por sus hermanitos de leche, los desadaptados de Podemos, quienes afirmaron que, si llegasen al gobierno de España, “habrá un proceso de recuperación de la memoria democrática y colonial que restaure a las víctimas”.
Ok, pero ¿a cuáles víctimas exactamente hace referencia el señor Iglesias, líder de Podemos? Porque de los cerca de 600 millones habitantes de Latinoamérica, la inmensa mayoría somos mestizos; es decir una mezcla de casi todas las razas que existen en el planeta -la “raza cósmica” de la que habló José Vasconcelos- y en esta se debe incluir al mismísimo AMLO, cuyo abuelo, José Obrador, nació en 1863 en Cantabria, España, y cruzó el Atlántico escondido en un barril.
Eso de echar culpas a otros por los males supuestos o reales acontecidos en el pasado resulta muy conveniente para hacer política. Los españoles, de hecho, son bastante adeptos en la práctica. Al Psoe le ha dado por tumbar las estatuas de Franco y los catalanes, por su parte, amenazan con partir el país en dos por una derrota ocurrida en una batalla en 1714. Pero no son los únicos. El Brexit es un esfuerzo nostálgico por volver al pasado imperial de Inglaterra; Marine Le Pen quiere volver al “glorioso pasado” de Francia destruyendo la Unión Europea y Vladimir Putin adelanta una cruzada en contra de Occidente para hacer que el mundo respete a Rusia de nuevo.
Lástima que la nuestra sea una época donde no se es nadie sino se es víctima de algo. La victimización es la piedra angular de la política basada en identidad, aquella que articula el accionar político desde de las diferencias y las reivindicaciones de un grupo determinado y no desde valores y objetivos comunes. En las democracias liberales la política de identidad se manifiesta a través de militancia en grupos que presionan causas particulares, como el derecho al aborto, el matrimonio gay y las leyes de cuotas. Estas causas, algunas loables y otras no tanto, son en todo caso, divisivas. Por eso vale la pena preguntarse si las políticas con “enfoque”, ya sean de género, orientación sexual, raza, o de lo que sea, no llevan a la erosión del principio solidaridad y al fraccionamiento mayor de la sociedad.
Un país -y un mundo- dividido en facciones cada vez más minúsculas, donde la identificación identitaria es cada vez más ridícula y artificial (¿cuántas letras más le caben a LGTBIQ?), no es más justo. Es más conflictivo. Si las reivindicaciones mutuas resultan en un juego de suma cero, donde lo que ganan unos, lo pierden los otros, las políticas identitarias no solamente incrementaran las divisiones y la desigualdad social sino que serán el caldo de cultivo para la reacción. Ya lo dijo el famoso escritor norteamericano Sinclair Lewis: cuando el fascismo regrese, llegará arropado en una bandera y cargara una cruz.