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Lo impensable se hizo realidad. Maduro se sentará en el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas. La decisión coincidió con el asesinato del concejal opositor Edmundo Rada. Su cuerpo fue encontrado calcinado, con dos tiros y una bolsa en la cabeza un día después de haber desaparecido. Tal vez haya sido como celebración por el gran logro, la clase de festejo acostumbrado de la narco dictadura.
Inadmisible a la vez que indignante, la organización que produjo la Declaración Universal de 1948 le entrega un asiento - y, por ende, le otorga voz y legitimidad - a una narco-dictadura acusada de cometer crímenes de lesa humanidad. Con ello, la ONU se divorcia de los derechos humanos.
Y de la realidad. De la suya propia, esto es, de su historia e identidad. Fue fundada en 1945 para suceder a la fallida Liga de las Naciones, que había sido creada a posteriori de la Primera Guerra Mundial con el objetivo de mantener la paz mundial. Tarea en la que fracasó una vez que se materializó la agresión del Eje en los años treinta y que derivó en la Segunda Guerra.
La creación de la ONU, en una suerte de “reemplazo” de la Liga, obedeció también a la inoperancia de esta última frente al genocidio. De ahí que, desde el mismo preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, documento fundacional firmado en San Francisco en junio de 1945, se reafirme “la fe en los derechos humanos fundamentales, en la dignidad y el valor de la persona humana”.
En este sentido, abordar dicha tragedia está en el ADN de la ONU. Tanto que en enero de 2007 la Asamblea General emitió una resolución condenando todo negacionismo del Holocausto, “sin reserva, ya sea que ocurra en su totalidad o de manera parcial”.
La paradoja de hoy es que la propia ONU se ha convertido en negacionista, no del Holocausto sino de los crímenes de la dictadura venezolana. La lista es larga y ha sido documentada acabadamente: ejecuciones extrajudiciales cometido por fuerzas regulares y paramilitares, detenciones arbitrarias con la complicidad de jueces y fiscales, torturas, violaciones y la desaparición como táctica represiva.
Además de la denegación de alimentos y atención médica como estrategia de expulsión, forzando el éxodo de 4.5 millones de venezolanos, más del 15 por ciento de la población. Es que un verdadero Holodomor en el Caribe nos obliga a reconceptualizar la palabra “genocidio”. La ONU no parece darse cuenta.
Al respecto, el informe del panel de juristas de la OEA de mayo de 2018 identifica a la cadena de mando de estos crímenes, 11 funcionarios por su responsabilidad política inmediata y otros 146 subordinados por ejecutar órdenes. Absurdo y humillante, pues veremos a algunos de ellos en Ginebra fiscalizando la vigencia de los derechos humanos en el planeta.
Es cierto que el Consejo de Derechos Humanos toma decisiones autónomas, dado que votan los países. Pero si se consideran los sutiles y no tan sutiles mensajes políticos de los más altos funcionarios del sistema de Naciones Unidas, se observa coherencia entre estos votos y dichas opiniones.
Por ejemplo, la Alta Comisionada de Derechos Humanos emitió un riguroso informe contra el régimen de Maduro, pero menos implacable que el informe de junio de 2018 de su predecesor, quien había convocado a la Corte Penal Internacional a involucrarse. En contraste, el informe de Bachelet otorga al régimen de Maduro reconocimiento, luego de que 60 países democráticos lo desconocieran por usurpador, y le concede dos años de plazo para que los torturadores se evalúen a sí mismos.
Ni más ni menos, es el fatídico párrafo cinco: “El Anudh apoyará la evaluación de los principales obstáculos respecto al acceso a la justicia y de la Comisión Nacional de Prevención de la Tortura [que funciona bajo la Defensoría del Pueblo]…El Gobierno adoptará un calendario de diez visitas de los Procedimientos Especiales en los próximos dos años”.
El Secretario General Guterres, por su parte, fue enfático en sus múltiples encuentros y sonrientes fotografías con el canciller de Maduro, Jorge Arreaza. Siempre aclarando, por sí mismo o por medio de su portavoz, que ni el Secretario General ni la Secretaría se ocupan de reconocer o no a Jefes de Estado.
Lo cual no es cierto. En 1971, por ejemplo, y por cuestiones de reconocimiento, el gobierno de la República de China, Taiwán, tuvo que ceder su asiento en las Naciones Unidas al gobierno de la República Popular China.
El apoyo a Maduro en el Consejo de Derechos Humanos, por lo tanto, no es inconsistente con las posiciones de la Secretaría General y la Oficina de la Alta Comisionada. Todo ello debe ser leído de manera conjunta.
En medio de tanta indignación, una bocanada de aire fresco y esperanza sopló desde “UN Watch”, ONG creada para supervisar la actuación de la ONU. De manera inmediata luego de la votación lanzaron una “Campaña Global para Expulsar a Maduro del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas”. Citan como precedente la suspensión de Libia en 2011.
“UN Watch” nombró a Diego Arria para liderar dicha iniciativa. Legendario político y diplomático, ex Representante Permanente de Venezuela en la ONU y ex Presidente del Consejo de Seguridad, autor de la célebre “Fórmula Arria”, mecanismo para la discusión informal de problemas en el marco del Consejo de Seguridad, no podrían haber escogido mejor persona para hacerse cargo de esta tarea.
Conversando con el Embajador Arria sobre este reconocimiento, me contagió su optimismo, incluyendo su idea que, de lograrse la expulsión del Consejo de Derechos Humanos, a partir de allí se podrían cuestionar las credenciales del gobierno de Maduro ante la totalidad del Sistema de Naciones Unidas.
Me quedó el eco de su última frase: “Es triste ver a las Naciones Unidas obstruyendo, dilatando y confundiendo con eufemismos, actuando casi como encubridor de criminales. Lo cual resalta aún más la importancia de la OEA, el foro que ha producido los hechos más tangibles para acorralar y derribar de una vez a la tiranía de Maduro”.