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Analistas 24/03/2018

El respeto

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

Las sociedades requieren normas, que cambian con el lenguaje y con los criterios sobre qué es apropiado. Esta es la época de más rápido cambio en patrones de conducta en la historia de la humanidad, hasta hoy. Es más: solo en este siglo la mayoría de la población humana se volvió urbana, con la complejidad de relaciones propia de la elevada densidad poblacional.

El cimiento de la urbanidad, o conjunto de reglas esenciales para la convivencia, es el respeto. Hay formas distintas de definirlo, pero hay también camino recorrido. Las Declaraciones de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos son el mejor punto de partida, pero en muchos países signatarios esos derechos fundamentales no tienen valor en la práctica. Se invocan distintas razones, todas de escasa validez, para no reconocerlos. Si Occidente, que los ideó como respuesta a los horrores de la segunda guerra, fuera consecuente, no habría habido gran apertura a negocios con China, cuyo sistema político, fundado en el régimen de un solo partido, es ejemplo de intolerancia, y el reconocimiento de la realidad habría movido a los países de ingresos altos a impulsar el desarrollo de Latinoamérica, conjunto heterogéneo en tamaño y desarrollo socioeconómico pero comprometido con los principios liberales de la primera ola democrática, impulsada por la invasión napoleónica a la península ibérica.

Para que la sociedad sea sostenible hay que respetar lo de todos: primero lo público. Sin cumplir ese precepto no habrá forma de materializar los beneficios de la convivencia eficiente. Esto implica no robarle al fisco, no hacer contratación sin transparencia, no pagar a padrinos políticos, no recibir o dar sobornos y, para quien tenga la calidad de servidor público, atender de forma efectiva y ágil lo pertinente. La vía del respeto también significa para todo ciudadano involucrarse en los problemas y oportunidades de su respectivo vecindario para buscar solución acertada, y ayudar a terceros si el costo es muy pequeño y el efecto positivo grande y evidente o al menos muy probable. No se invita al altruismo, sino a construir valor social mediante la cooperación y la sujeción a las normas apropiadas para cada circunstancia.

Sacralizar las normas es inconveniente; por ello se debe promover cambios de manera constructiva y permanente. Este ejercicio es el cimiento de la deliberación cotidiana sobre criterios acertados de conducta, inevitable porque la realidad de nuestro mundo es dinámica. Convertir el Estado en dios es indeseable porque pone en peligro el respeto en todos los sentidos. La imputación de cualidades trascendentales a un régimen es obstáculo a poner en tela de juicio el ordenamiento que existe en un ámbito, cuando precisamente la realidad apunta a la necesidad de conformar unidades territoriales autónomas y ordenadas, con entidad apropiada para enfrentar los problemas comunes de la especie.

Así las cosas, también los estados deben ganarse el reconocimiento de soberanía en su territorio. Es posible que una ciudad región determinada obtenga beneficios si se independiza y reduce el gasto público al simplificar sus procesos y estructura. La aventura de repensar lo público frente a las exigencias del siglo 21 apenas comienza. Es compleja pero inevitable. Debe basarse en el verdadero respeto, en contraste con lo ocurrido en relación con los compromisos internacionales incumplidos desde 1948.

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