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En los Juegos Paralímpicos participan deportistas con discapacidades físicas, sensoriales e intelectuales. Lamentablemente, también excluyen las psicológicas, como las que paralizaron a Biles.
Durante las olimpiadas de la traumática pandemia, escribí sobre la tragedia de la diosa gimnasta y su reivindicación de la salud mental (Biles: há-biles y dé-biles, https://t.ly/VAJc8). Tras contemplar la restauración de sus poderes, desafiemos la normalización del trastorno laboral, la desalmada gestión humana y la desvirtuada resiliencia, con la que justificamos tantos abusos sistemáticos.
Verbigracia, según Workforce (Korn Ferry, 2024), 71% de los líderes empresariales confiesa mediante encuestas anónimas que padece Síndrome del Impostor; pese a haber demostrado alto desempeño, esos ejecutivos reconocen que se sienten inferiores, sus capacidades están debilitadas o las exigencias los superan.
Entretanto, intentando abandonar el desempleo, escapar de un trabajo tóxico o procurar alguna promoción, 99% de los profesionales nunca logra triunfar, y su «mojo» termina degradándose o extinguiéndose. Paradójicamente, ese desenlace es comparable al de tantas estrellas fugaces o artistas de 1 solo éxito (one-hit wonder), que tras empezar a destacarse anticipan el final de sus carreras porque colapsan -se les van las luces, no superan el ruido de una racha negativa, y pierden motivación o confianza/control en su talento-.
Liquidada, una proporción significativa se autoexcluye de cualquier concurso; frustrada, otra fracción relevante se afilia a la Renuncia Silenciosa, y el representativo segmento residual acaba incapacitándose por Desgaste, ante la extralimitada presión o sobrecarga (burnout), o Ergofobia, la persistente ansiedad ante el fracaso potencial (overthinking).
No ayuda que en esta época las «contracciones» de personal sean inminentes. Absurdo, así automatizamos el empuje para arrojarnos sobre la cuerda floja, y recorrerla sin red de seguridad, porque la salvaje competencia convirtió en antagonistas al jefe/equipo.
Cobardes, muchas empresas terminan sus procesos de selección sin dar la cara (ghosting); acaso envían notificaciones superficiales y genéricas, que niegan a los candidatos la retroalimentación necesaria para entender por qué los eliminaron. Como contraprestación, parece justo que le entreguen a ese grupo de interés el informe automático de la evaluación de competencias, resaltando los aspectos estratégicos en los que ese instrumento sugiera corregir, enfocar o equilibrar su empleabilidad.
En los despidos también se ausenta la rendición de cuentas. Y, sin una debida diligencia de conclusión, los marginados son sometidos a la rumiación, el estigma ante eventuales empleadores o la vergüenza frente a sus dependientes, porque el trabajo sirve como refugio o permite cubrir ciertos vacíos.
Mientras presuntos expertos emiten ignorantes, despiadados o «viles» juicios, los afectados deben reprimir su tribulación y fingir compostura; su duelo inicia con la creencia de haber defraudado expectativas, malogrado esfuerzos o desperdiciado oportunidades, y culmina con el desvanecimiento de aquello que los inspiraba o les recordaba la equivalencia entre «valorar» y «co-laborar»: palabras cuya permutación resuena.
Más bien, como decía Jay Conrad Levinson, refiriéndose al mercadeo de guerrilla, un plan que pueda resumirse en una hoja, para que haya una guía de acciones
Es por ello que resulta inaplazable preguntarse: si la independencia del Banco de la República está representada en su cautela excesiva por anclar la inflación en su cuestionable meta
La discusión sobre el aumento del salario mínimo debe considerar no solo el objetivo de proteger el poder adquisitivo de los trabajadores, sino también las presiones que enfrenta la economía colombiana