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Analistas 14/10/2014

Ordenamiento agroecoindustrial

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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En la Mesa de San Pedro, justo donde la elevación de la cordillera oriental andina transformó el relieve colombiano en contraste con las planicies aluviales del llano casanareño, existen grandes plantaciones de pino Caribe y eucalipto, más de 10.000 ha de bosques, raros en ese clima y paisaje regional dominado por sabanas y antiguos hatos ganaderos.

Circunscriben la Mesa los ríos Upía y Tua, que vienen desde Tota y otros páramos boyacenses, cargados con avalanchas y sedimentos de la montaña, ahora más densos que nunca por la erosión y la deforestación acumulada de 50 años. Arriba, en una esquina, creció el casco urbano de Villanueva, una ciudad realmente nueva con una biblioteca municipal preciosa, construida en gaviones de piedra de sus mismos ríos.

Justo en la falda, no más de 100 metros más abajo, resurge la humedad que se filtra por los suelos arenosos de la meseta y se forman numerosos riachuelos, algunos de los cuales aún corren limpios y abundantes, otros no.

Grandes estanques piscícolas disfrutan y dependen de la excelente calidad del agua que sale cargada de contaminantes orgánicos que van a una franja de moriche que la depura parcialmente antes de pasarla al distrito de riego de la hacienda de La Libertad, hoy convertida en varias fincas dedicadas a la producción de arroz y, en mayor medida, de aceite de palma. Ambas actividades absorben el exceso de nutrientes de la tilapia y entregan el agua de nuevo a los grandes ríos, en cuyas riberas quedan vegueros produciendo papaya, plátano, yuca, la poca comida que no importan los petroleros de otras zonas. Al final, el agua rebalsa contra el curso del río Meta y antes de confluir contribuye a mantener una pequeña porción de sus selvas y lagunas.

Esta breve crónica topológica refleja en realidad un gradiente que espontáneamente ordenó el territorio en la región, pues nadie lo planeó así, y cada una de las actividades económicas es independiente como negocio de la otra, a pesar de estar claramente vinculadas por el funcionamiento ecológico de la cuenca, tanto en la escala más amplia que incluye los cebolleros, la papa y las truchas de Aquitania, como en la más local, donde cada uno de los tipos de uso del suelo hace parte de un mosaico en el cual se beneficia inesperadamente del otro.

Aparte del recorrido del agua, el más evidente, en los bordes de los palmares se alojan decenas de insectos y aves que cazan gratis gusanos en los arrozales, donde los costos de la fumigación mantienen la actividad al borde de la lógica financiera. De manera inesperada también, todos los canales del riego y las áreas de “préstamo” de las vías locales se han convertido en hábitat y refugio de la fauna llanera, que se trepa incluso por dentro de los tubos más delgados y, callada, se cuela en los estanques a ayudarle a la tilapia a no dejar restos que pudran el agua y la enfermen. A veces compite un poco con ella, es cierto, pero la biodiversidad, en movimiento perpetuo, no sólo presta servicios a la gente y los cultivos, requiere compensación.

En el balance general, sin embargo, salimos ganando siempre con su presencia. La producción en Villanueva, como en todas partes, no se da en cadenas sino en redes que dependen de la funcionalidad ecológica de la región, invisible, un don de la naturaleza.

La noción perversa que se ha venido construyendo desde hace unos años desde los escritorios (que los hay de ambientalistas y desarrollistas dogmáticos y poco ilustrados), de que debemos concentrarnos en las “restricciones ambientales” a las actividades productivas ha hecho que estos procesos espontáneos de ordenamiento y sinergia a escala del paisaje no puedan ser trabajados ni hacer parte de una gestión en la cual se estudie y oriente al funcionamiento agroecológico para beneficio de todos.

Es evidente que en la región, como en muchas otras, podríamos convivir de manera solidaria humanos y no humanos si entendemos las múltiples oportunidades que la biodiversidad nos ofrece para conectar economías y modos de vida: un ordenamiento territorial adaptativo como una opción para responder colectiva y oportunamente a los retos del cambio climático y la justicia social.

La ocupación de sabanas pluviales en Casanare y Arauca, o de la altillanura en Meta y Vichada volverá a ocupar titulares y con ello, debatiremos (ojalá) las formas más adecuadas de incorporar miles de hectáreas a la economía nacional. Las posibilidades asociativas y empresariales son múltiples, y experimentos territoriales como el de Carimagua, si se entienden así, deberán ayudarnos a construir respuestas donde gente, suelo, agua y biodiversidad convivan y prosperen de manera sostenible, sin retórica. Necesitamos desarrollar modelos ecológicos agroindustriales adecuados: ¿miti/miti con la biodiversidad?

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