Analistas 06/08/2025

Fals Borda en Saucío

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más

Sobrevolar la cordillera oriental entre Bogotá y Bucaramanga a menudo permite recorrer la cuenca alta del río Bogotá y entender el verdadero significado de la palabra “altiplano”. Se pueden imaginar los lagos que dominaron y sedimentaron el paisaje hace apenas unos miles de años, cuando los glaciares comenzaron a derretirse, no por primera vez: las montañas andinas han visto transformaciones climáticas radicales desde su aparición, dejando señales de avenidas torrenciales, grandes depósitos de rocas, cañones, mesetas y terrazas, la base misma de las formas geológicas sobre las cuales la biodiversidad aprendió a fabricar suelo, subiendo y bajando por laderas más o menos inestables, según los tiempos.

Hace poco llegaron los primeros pobladores humanos persiguiendo mamuts, quemando praderas en épocas frías y secas para acorralar la fauna gigante hasta su extinción. Vendría la pesca del capitán, ese pequeño bagre mágico elevado a las cimas por la tectónica y olvidado por la modernidad, la caza de los patos que dejaron de migrar, los cuyes que hoy miran carros desde los separadores de las vías, agradecidos con los pollos, cabras y marranos traídos por los españoles.

El único libro que me he robado en la vida es un ejemplar de “Campesinos de los Andes” (1961) (había cinco copias en el anaquel, en mi defensa), de Orlando Fals-Borda (1925-2008), que sustraje de la biblioteca de estudios latinoamericanos de la Universidad de Florida, donde por casualidad fui a dar 30 años después buscando darle sentido a los profundos cambios que el poblamiento humano había generado en los paisajes rurales de las montañas, tratando de entender si la pobreza proverbial del campo en algunas regiones estaba o no vinculada con el deterioro de sus bosques, sus suelos y sus aguas.

Recorro hoy la carretera que une Bogotá con Chocontá y me detengo a observar el ecosistema construido por la acumulación lenta de prácticas productivas y no puedo dejar de asombrarme de la capacidad innovadora de los pueblos campesinos, que se han hecho a sí mismos a partir del mestizaje y han transformado radicalmente la vida de las montañas, cada vez más distante de las cualidades nativas que las caracterizaron por millones de años.

Sin nostalgia, pero con preocupación, no puedo dejar de pensar que las extensas praderas de kikuyo africano, con sus vacas asturianas/africanas, los eucaliptos, pinos y acacias que reemplazaron los bosques de alisos y encenillos, y que se combinan con maizales, cultivos de fresa, papa y hortalizas, también provenientes de desecaciones y deforestaciones, y que ya no albergan mayor biodiversidad: las economías campesinas también enfrentan hoy el problema de lo silvestre con los parámetros de la colonialidad, naturalizada.

No podría decir qué tan resiliente o sostenible esté siendo Saucío hoy en día, pero sí agradezco profundamente al maestro Fals Borda haber concebido el territorio como una construcción cultural activa, más que como una obligación biológica cuando habló de las veredas como unidades sociales y ecológicas. Hoy, cuando los mineros del altiplano bloquean vías y los paperos repiten por enésima vez las huelgas asociadas con la caída de precios, la pola tibia y donde los turistas quedan atrapados en medio de la belleza bucólica de la tierra del cuchuco y las arepas de maíz con queso, cómo querría sentarme a conversar con Orlando, a ver qué opina de lo que está pasando.

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