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ANALISTAS 17/12/2025

El salario mínimo y su dilema silencioso: más ingresos, menos empleo

Fredy Vargas Lama
Director del Doctorado en Administración

La semana pasada, en medio de una consultoría con una empresa de servicios que opera más de 60 sedes en Colombia, el debate sobre el salario mínimo dejó de ser, al menos para mí, una discusión meramente académica. Al finalizar la reunión, el dueño de la compañía me pidió que lo acompañara unos minutos más y me mostró a un grupo de jóvenes que acababan de iniciar su primer empleo formal. Estaban en capacitación, concentrados frente a sus pantallas y cuadernos, aprendiendo tareas operativas indispensables para la operación diaria: procesos logísticos, apoyo administrativo y labores comerciales básicas.

Mientras caminábamos hacia la salida, me explicó que buena parte de esos procesos ya están siendo automatizados de manera gradual. No porque quiera reemplazar personas, sino porque la estructura de costos, la competencia y los márgenes del negocio lo están empujando en esa dirección. Con algo de incomodidad, agregó que, si el salario mínimo termina aumentando en los niveles que hoy se están discutiendo, probablemente tendría que prescindir de varios de esos jóvenes. No por bajo desempeño ni por falta de trabajo, sino porque los números simplemente no cerarían. “Conseguir talento joven bueno es difícil”, me dijo. “Y perderlo por costos es muy delicado, pero no hay mucho margen”.

La escena resume una contradicción estructural que Colombia parece estar ignorando. Mientras el mundo -y cada vez más América Latina- avanza hacia la automatización y la reducción de trabajos manuales, repetitivos y de baja calificación, en el país se discute un incremento significativo del salario mínimo, que va en sentido contrario a esas tendencias.

La evidencia internacional es consistente. La digitalización, la automatización y, más recientemente, la inteligencia artificial están reduciendo la demanda por empleos de entrada y tareas rutinarias. Este proceso ya no es exclusivo de economías avanzadas. Sectores como servicios, comercio, logística y atención al cliente en América Latina están incorporando tecnología precisamente para contener costos laborales y ganar eficiencia. En ese contexto, encarecer de forma abrupta el empleo formal de baja calificación eleva el incentivo a sustituir trabajo por capital o a desplazar empleo hacia la informalidad.

El segundo punto crítico es la productividad, el gran ausente del debate público. Los datos más recientes muestran que el crecimiento de la productividad en Colombia ha sido francamente bajo. En el último año, la productividad total de los factores creció por debajo del 1%, y la productividad laboral por hora trabajada apenas superó medio punto porcentual. En los últimos cinco años, el panorama no mejora: estancamiento, alta volatilidad y episodios de retroceso. En términos simples, la economía no está produciendo mucho más por trabajador.

Este dato es central porque los salarios solo pueden crecer de manera sostenible cuando lo hace la productividad. Proponer aumentos reales del salario mínimo muy por encima de ese ritmo implica una brecha que no desaparece por voluntad política. Esa brecha se ajusta por otras vías: menor contratación formal, reducción de horas, aumento del subempleo o mayor informalidad. Es el tipo de ajuste que no siempre se ve de inmediato en las cifras de desempleo, pero que sí se siente con fuerza en la calidad del empleo.

Un tercer elemento estructural refuerza este riesgo: la relación entre el salario mínimo y el ingreso medio. En Colombia, el salario mínimo es excepcionalmente alto frente al salario mediano del empleo formal. En términos comparados, se acerca a niveles que lo convierten en un umbral de acceso, no en una simple referencia. Para muchos jóvenes, trabajadores de baja experiencia o personas en regiones de menor productividad, ese umbral resulta demasiado alto.

El cuarto dato es quizá el más revelador: casi la mitad de los trabajadores colombianos gana menos del salario mínimo. Esto no es una anomalía ni un problema de incumplimiento generalizado, sino el reflejo de una precarización laboral estructural. El mercado laboral formal no logra absorber a una porción muy grande de la fuerza de trabajo. En este contexto, elevar de manera agresiva el salario mínimo no incorpora automáticamente a quienes están por fuera; eleva la barrera y profundiza la segmentación.

A esto se suma un riesgo adicional poco discutido: el impacto inflacionario hacia 2026. Cuando los salarios crecen más rápido que la productividad, los mayores costos tienden a trasladarse a precios, especialmente en servicios y sectores intensivos en mano de obra. Parte del poder adquisitivo que se busca proteger termina diluyéndose, afectando con mayor fuerza a los hogares de menores ingresos.

Este análisis no parte de una postura ideológica ni de una opinión personal. Parte de datos, evidencia internacional y señales claras del mercado. Y esas señales muestran un riesgo relevante: insistir en aumentos del salario mínimo desconectados de la productividad, en un país con alta informalidad y en plena transición tecnológica, puede terminar reduciendo las oportunidades de empleo formal, especialmente para quienes apenas comienzan su vida laboral.

Pero también hay un camino de esperanza realista. Y lo digo desde una convicción sustentada en datos, no en opinión: Colombia necesita salarios más altos y una mejor calidad de vida para su gente. La pregunta clave es cómo lograrlo de manera sostenible. Eso exige pensar el mercado laboral más allá del próximo decreto y del próximo año, y adoptar una verdadera mirada de largo plazo: promover la inversión y la creación de empresas productivas, elevar la productividad, apostar por la capacitación y la reconversión laboral, acompañar la adopción tecnológica con formación del talento humano y reducir las barreras que hoy convierten al empleo formal en un privilegio, y no en una puerta de entrada. En un mundo del trabajo que cambia aceleradamente, la política salarial más efectiva es la que permite que los salarios crezcan porque la economía puede sostenerlos, y que el progreso sea real, duradero y compartido.

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