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Arropados por el derecho a la protesta, los profesores, indígenas, camioneros, taxistas y ahora hasta moteros, tienen capturada la sociedad para lograr sus reivindicaciones
Dice el profesor, Emilio José Archila, que “la democracia no es un concepto estático, sino una idea en constante evolución. Hoy en día, el derecho a la manifestación y la protesta es tan esencial como la premisa de “1 persona = 1 voto”.
La Constitución consagró este derecho en el artículo 37, estableciendo que la reunión, la manifestación pública y otras formas de expresar desacuerdo son inseparables de nuestra democracia y parte de los derechos humanos. El desarrollo de estos derechos compromete a todos los colombianos, quienes deben respetarlos y no obstaculizarlos.
A su vez, las autoridades tienen el deber de protegerlos con el mayor cuidado (...) Si algo aprendimos del estallido social de 2021, es que los bloqueos y las obstrucciones temporales o permanentes de las vías e infraestructura de transporte afectan los derechos fundamentales de todos los habitantes del país y, por lo tanto, son inadmisibles”.
Desde hace muchas décadas, los indígenas del suroccidente del país bloquean, interrumpen, obstruyen y destruyen la carretera Panamericana, cuando quieren pedir más tierras, mejorar los subsidios o sus autoridades necesitan contratos con el Estado; los profesores de instituciones públicas marchan constantemente para mantener sus privilegios laborales y evitar ser medidos y evaluados; los taxistas colapsan las ciudades para evitar que las plataformas de movilidad les desplacen como servicio público o porque la gasolina sube de precio como el costo mismo de las carreras que ellos facturan; los camioneros insensatos infartan la economía abusando de su monopolio, pues no hay trenes ni barcos por los ríos que les compitan en su servicio de carga, argumentando que el galón de diésel sube de precio, sin tener en cuenta que durante casi 60 meses disfrutaron de un precio congelado que le cuesta muchas tributarias al resto de los colombianos.
Y ahora también protestan de manera abusiva los moteros, esos millones de motociclistas a lo largo y ancho del país que no cumplen las mínimas normas de tránsito, que no pagan peajes, que muchos de sus vehículos son usados para diversos delitos; todo un caos nacional en donde el cordón umbilical que une el portafolio de protestas es la extorsión y el chantaje.
El mantra de su derecho a la protesta social, de todos estos colectivos sociales, es “si no me das, amenazo, daño o destruyo”. Una suerte de deporte nacional muy usado por los delincuentes más sofisticados. ¿Por qué perjudicar a los estudiantes más jóvenes que van a sus colegios? ¿Por qué dañar a los trabajadores que van a desempeñar sus oficios para ganarse un salario? ¿Qué problema hay con las pequeñas y medianas empresas que no las dejan operar libremente? ¿Cuáles son las consecuencias de sus actos delictivos? ¿Por qué hacerle perder un vuelo a un ejecutivo que debe cumplir unas metas?
Es preciso que las nuevas generaciones de colombianos se den cuenta de que el chantaje y la extorsión como mecanismos para conseguir subsidios o contratos con el Estado son delitos, no menores, que destruyen la misma sociedad en la que conviven y deben crecer.
Hoy es muy difícil que las minorías (no todos) de profesores, camioneros, indígenas, taxistas y moteros, sean conscientes de que colapsar la economía no es el camino, que están ensuciando agua que más adelante deben beber.
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