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viernes, 30 de agosto de 2013
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¿Por qué debe morir un soldado en combate? La pregunta no es trivial; se entiende mejor si la formulamos de otra manera: ¿por qué no la entrega también un universitario, un funcionario público, un empresario o cualquier otra persona con su empleo y sus legítimas aspiraciones personales y profesionales?
 
Evidentemente, el soldado no ofrenda su vida por un salario. Su compromiso no es “la vida por la plata”. Es verdad que recibe una remuneración por su trabajo, pero esa no es la razón por la que está dispuesto a sacrificar su existencia. Lo que pasa es que esa razón, la del sacrificio, no debería ser exclusiva de los hombres de armas. Cualquier ciudadano está llamado a esa misma disposición de ofrecer su trabajo entero al servicio de fines más nobles, que en este caso se simbolizan en la patria. Pero el sistema social y político que nos rige no nos permite entenderlo así. Simplemente, unos vivimos y otros dan la vida… 
 
La causa fundamental que explica esto es que hay una dislocación entre lo público y lo privado. Sin más, lo público es otro segmento de la sociedad, en el que unas personas se ganan la vida según las leyes del mercado, tranzando con los recursos y necesidades de toda la sociedad. Esto es justamente lo que sucede cada vez que se ocupa un cargo público porque ofrece una estabilidad económica, posibilidades de ascenso y el acceso soterrado a una participación en los contratos del Estado. La actividad pública es simplemente otro campo de acción privada.
 
De nuevo, ¿cuál es la raíz del problema? Que no entendemos que los asuntos públicos no deberían ser competencia exclusiva de un grupo de burócratas especializados. Los temas públicos nos atañen a todos por el hecho de ser ciudadanos o de compartir el mismo espacio político, geográfico o virtual. De ahí que todos, en un momento determinado, deberíamos estar dispuestos a poner nuestros trabajos, conocimientos, empresas, y hasta la vida misma, al servicio de un fin superior. 
 
Por ejemplo, las compañías de vigilancia prestan su servicio a quienes las contratan, pero su cobertura puede ampliarse a las áreas circunvecinas, si se establece el acuerdo correspondiente con la fuerza pública. Lo mismo sucede en el campo de la educación y, afortunadamente, hay experiencias destacables en cabeza de colegios muy importantes del país, en las que la planta de profesores forma a niños jóvenes que no tendrían la posibilidad de costear dicha formación. 
 
Pero, en términos generales, estamos acostumbrados a pensar que nuestra responsabilidad pública se satisface con el pago de impuestos; y aún estos tratamos de evadirlos, justamente porque reducen nuestras rentas particulares, mientras nos queda el temor de que vayan a dar a manos privadas. De esta forma, en lugar de sentirnos solidariamente responsables de los asuntos públicos, jugamos a apropiarnos de lo que es de todos, en beneficio de nuestros intereses personales. Es la corrupción.
 
En realidad, todo nuestro ordenamiento político le da vida a esta idea, porque divide el Estado en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, y para administrarlo crea la Función Pública. ¿En qué momento interviene el ciudadano de a pie en esta estructura? Sólo cuando necesita reclamar sus derechos; hasta el punto que el negocio de moda es crear estructuras jurídicas especializadas en demandar al Estado para procurarse pensiones suficientemente solventes.
 
Quizá suena utópico este discurso de involucrar a los ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos, pero no es imposible de llevar a la práctica. Hay antecedentes efectivos, tales como los mecanismos parafiscales, que nos dan luces sobre la forma de vincular la actuación privada a los intereses públicos. Si nos organizamos así, tal vez llegue a suceder que nos duelan un poco más los soldados que dan su vida por la patria, aunque mueran en rincones de esta patria cuyos nombres no significan nada para la mayoría de los colombianos. 
 

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