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Los nuestros son tiempos paradójicos: nunca antes se habían tenido tantas posibilidades de ser “visibles” y nunca antes había costado tanto habitar con plenitud en todo lo que no se ve. La estructura de lo visible pasó de ser una gran oportunidad a una gran adicción; la necesidad constante de ser validados se ha vuelto una droga silenciosa. De likes y métricas a dependencias devastadoras de aceptación y legitimación, el criterio de valor que se ha impuesto condena lo esencial y termina perturbando a más de uno, pues vivimos en un sistema que nos enseña a hacer para mostrar, construyendo una forma de economía que invita a producir solo para destacar y a existir solo si hay posibilidades de ser visto; los valores están invertidos: ricos por fuera, agotados por dentro.
La verdadera vida no sucede bajo el reflector, ocurre más en los bordes, en los silencios y en los gestos que no necesitan testigos; hay una riqueza secreta que sostiene todo lo humano y que se ha dejado de abordar: la presencia callada, la movilización que no espera aplausos, la escucha que no interrumpe.
“Lo esencial es invisible a los ojos”, escribió Saint-Exupéry; hoy, esa frase no es una metáfora, es más una advertencia.
El alma humana no florece con ruido, florece con raíz; no es necesario subordinarlo todo al espectáculo de lo ultravisible, pues el riesgo de la visibilidad no es el de no ser visto, es el de olvidar cómo ver.
En lo invisible habita lo que sostiene, aunque no se celebre con algarabía pública, aunque no se contabilice; en lo invisible habita lo que da y tiene sentido: la confianza silente, el respeto mutuo, la ternura que repara lo que la dureza no puede, la fuerza que no grita, la verdad que no necesita vitrinas, la dignidad que no se negocia. En lo invisible crece el capital sensible de un ser humano, una profunda riqueza emocional supremamente rentable que promueve la economía del cuidado, desarrollada, por ejemplo, en países como Uruguay, donde se reconoce y se remunera el tiempo que alguien brinde a otro en pro de alimentar su bienestar.
En lo que no se ve también hay rentabilidad; probablemente no sea un capital que se acumule, sino que se comparta. No se desgasta con el uso, sino que se fortalece con su existencia; su moneda es eso, el cuidado; su inversión es la presencia. En tiempos donde todo se exhibe, lo invisible se vuelve un acto de dignidad, una manera de recordar que somos más que cifras y más que pantallas; esa es la abundancia de lo invisible, la que no se muestra, pero transforma. La vida no siempre necesita más luz; a veces necesita más sombra.