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Analistas 03/04/2019

PIB versus “Felicidad”: paradojas del desarrollo

Sergio Clavijo
Prof. de la Universidad de los Andes

* Con la colaboración de Juan Sebastián Joya y Carlos Camelo

A la hora de pensar en la formulación de política económica-pública, nos enfrentamos a una restricción inexorable: lo que sabemos suele estar en función de lo que medimos. De las métricas tradicionales (basadas en el ingreso) podemos concluir que esta generación es testigo de un desarrollo socioeconómico sin precedentes. Por ejemplo, en el caso de Colombia: i) el PIB per cápita (medido a PPA) se multiplicó por ocho durante el último siglo (hasta los US$13.700 en 2018); ii) la expectativa de vida más que se duplicó (hasta 79 años); y iii) la población en situación de pobreza se redujo a menos de una tercera parte (27% del total).

No obstante, las mediciones de satisfacción de vida (o felicidad), que suelen afincarse en encuestas de gran escala a individuos alrededor del mundo, no reconocen en la misma magnitud este gran progreso social y económico. Dichos indicadores han venido presentando deterioros, inclusive en países de ingresos altos, y ello ahora se extiende a las economías emergentes.

Colombia, pese a los innegables progresos sociales arriba señalados, no ha sido ajena a esta dinámica de bajo reconocimiento de dichos avances. Por ejemplo, los resultados de la Gallup Poll evidencian que, desde 2008, el estado de ánimo de los ciudadanos viene deteriorándose (solo 15% de los encuestados opinaba que las cosas estaban mejorando en 2018 vs. 71% una década atrás). Posiblemente, se trate de un “malestar relativo” por cuenta de la mayor conocentración del ingreso (todavía con Ginis de 0,51) y de la riqueza (con Ginis cercanos a 0,70).

Nos enfrentamos así a una gran paradoja: el mayor desarrollo económico no encuentra su contrapartida en una mayor sensación de satisfacción en la población. Recientemente, con ocasión del debate sobre la Ley 1943 de 2018, el ministro Carrasquilla señalaba que, seguramente, detrás de los movimientos antiestablecimiento y las dificultades de consolidar los avances tributarios estaba la propia expansión de una clase media que busca incrementar sus beneficios, pero no tanto así aportar lo que le corresponde, generándose una “gran incongruencia social”.

En un intento por conciliar la discrepancia entre las métricas económicas y las de “bienestar-satisfacción”, la Ocde publicó recientemente su último reporte sobre el Better Life Index. El índice se construye a partir de 11 dimensiones que, a juicio de la organización, son “fundamentales” para una vida mejor. Sus “padres fundadores” (aclamados economistas como Amartya Sen y Joseph Stiglitz) han venido impulsando este tipo de mediciones, pues consideran que ellas mejorarían las decisiones de política económica.

La verdad es que este tipo de esfuerzos no son novedosos, ya que desde hace décadas se han generado métricas complementarias muy útiles. Basta recordar el conocido Índice de Desarrollo Humano (IDH), calculado por el Pnud desde 1990 y actualizado por Anif para el caso de Colombia, el cual emplea algunas de las métricas ahora propuestas por la Ocde.

En el caso del Better Life Index, la novedad yace en que la ponderación de las distintas dimensiones se ajusta a las particularidades sociales de cada país. Por ejemplo, para el caso de la Zona Euro, se recomienda pensar bien la incidencia que tiene la carencia de soberanía monetaria a nivel nacional. Pero nuevamente, esto implica ponderar adecuadamente cómo la ausencia de política monetaria contra-cíclica a nivel de cada país trae aparejado, de otra parte, “el anclaje” en las expectativas inflacionarias de toda la Zona Euro, claramente más bajas que si se computaran, por ejemplo, las de la emproblemada Italia por aparte.

Es claro entonces que estas aproximaciones de “bienestar” comprehensivas no están exentas de problemas y limitaciones. Por ejemplo, muchos de los países que reportan elevados niveles de bienestar económico muestran bajos niveles de satisfacción de vida. Para la muestra, basta con recordar la alta incidencia de la depresión-nerviosa en Japón y varios países nórdicos. ¿Qué concluir entonces del “progreso social” que implican los altos niveles de calidad educativa, acceso a la salud, tiempo libre, oferta de entretenimiento, tiempo de ocio y cultura?

A su vez, estas mediciones de “felicidad” adolecen de problemas metodológicos e interpretativos. Un desafío de estas métricas tiene que ver con la “adaptabilidad” del encuestado, asociada a gente que reporta sentirse “muy feliz”, a pesar de que sus condiciones de vida son precarias. Otro reto se desprende de la comparabilidad de las escalas en las respuestas sobre “satisfacción de vida”.

En síntesis, las medidas sobre bienestar social y felicidad continuarán siendo dispendiosas y, en muchas ocasiones, presas de su grado de subjetividad. Otra problemática tiene que ver con “el instrumento de moda”. ¿Acaso medidas de análisis tipo Google trends resultarán ser más precisas y atinadas que, por ejemplo, los unemployment claims en situaciones de estrés? Si bien cabe reconocer los aportes que hace hoy la economía del comportamiento, siempre estará el tema de las “preferencias reveladas” y los datos-duros a la hora de medir las “variables-duras”.

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