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En el aula de posgrado, el profesor pregunta “¿Creen que todas las opiniones son respetables?” La mayoría lo afirma con seguridad. Les parece qué eso es democrático, sensato, casi obligatorio. Entonces, sonriendo, niega con la cabeza y dice algo inquietante.
Les dice que todos están infectados por un virus mental. No es una metáfora ligera y les habla de la confusión que lleva a pensar que respetar a una persona implica respetar cualquier idea que formule, incluso si es falsa, dañina o absurda. Ahí empieza la insensatez.
El profesor describe lo que llama una enfermedad social. La incapacidad de reconocer que estamos enfermos. La corrupción normalizada, el desdén por la historia, el desprecio por el pensamiento crítico y la seducción por soluciones autoritarias es un síntoma de una misma condición. La de actuar sin comprender, repetir sin cuestionar, desear sin elegir.
En ese escenario, la libertad deja de ser un ejercicio responsable y se convierte en una comodidad que se delega. Con un teléfono en la mano y un scroll infinito que ofrece estímulo sin pausa, la atención -un músculo intelectual decisivo- se debilita. Elegir qué pensar exige esfuerzo. Delegarlo, es tentador.
Frente a este panorama, su propuesta educativa parte de un diagnóstico simple. Dice que no sabemos en qué mundo vivirán los niños de hoy, pero sí sabemos que enfrentarán problemas. Agrega además que si no podemos anticipar los escenarios, al menos podemos prepararlos para resolverlos. Eso exige formar personas resueltas, capaces de comprender lo que ocurre a su alrededor y actuar con decisión. Para ello, introduce un concepto que llama competencia heurística, que es la habilidad de encontrar soluciones cuando el mapa todavía no existe.
Esa capacidad se entrena desde la infancia, cuando un juego compartido enseña a dirigir la atención, cuando un docente diseña metas alcanzables que les permiten experimentar el éxito merecido, cuando en la adolescencia incorpora la pregunta “¿Y tú cómo lo sabes?” que es tan sencilla como invaluable y tan esencial del pensamiento crítico.
Pensar cansa, pero no pensar tiene un costo mayor. Es en lo que insiste el profesor. Una sociedad distraída, manejada por algoritmos de estímulo constante, es una sociedad vulnerable a los virus mentales que deforman la inteligencia sin que lo notemos. La salida no está en desconectarse del mundo, sino en aprender a mirarlo con precisión, memoria histórica y criterio. Entender que la libertad no es elegir entre opciones prefabricadas, sino revisar, argumentar, filtrar y sostener decisiones con fundamento.
‘La vacuna contra la insensatez’, es el libro en el que ese profesor y filósofo, José Antonio Marina, analiza cómo pensamos, porque nos equivocamos de manera tan previsible y qué podemos hacer para recuperar esa inteligencia práctica que nos permite actuar con lucidez e inmunizarnos ante tantos virus mentales.
Este gobierno, aun con buenas intenciones, ha insistido en cambiar la regulación, exigir tarifas justas y acelerar la transición energética. Pero por no saber cómo hacerlo
Es un deber para las autoridades municipales, departamentales y nacionales, prestar especial atención a estos dos municipios, pues vamos a lamentar como sociedad lo que allí ocurre y tenemos la solución en nuestras manos
Dependiendo de las coyunturas, las sociedades se inclinan hacia uno u otro lado, sin que se pueda determinar una posición ideal, que todos pudieran considerar justa