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Analistas 24/09/2020

Averígüelo Vargas

El magistrado Carlos Alberto Vargas del Tribunal Administrativo de Cundinamarca, uno de los más importantes y poderosos del país, era un activo empresario de la justicia: vendía sus sentencias al mejor postor. Una demanda en contra del acueducto de Bogotá por $64.215 millones: precio 20%; una acción en contra del Hospital Militar, $25.000 millones: precio 15%; una demanda contra la Superintendencia de Sociedades, $30.000 millones: precio 10%.

Lo sabemos porque el magistrado Vargas se lo confesó a la Fiscalía en un principio de oportunidad que está en estudio, en el cual acepta 13 delitos y ofrece devolver $380 millones para reparar a las víctimas.

Esta increíble historia sorprende porque no es ninguna sorpresa, como diría Cantinflas. Era un secreto a voces entre los litigantes que Vargas andaba en la búsqueda de clientes y que para eso usaba los servicios de su novia, la doctora Kelly Andrea Eslava, quien en tiempo récord pasó de judicante a abogada estrella, ganando todos los pleitos -por complejos y difíciles que fueran- que se tramitaban ante el despacho del magistrado.

El caso del doctor Vargas, lamentablemente, no es un hecho aislado, ni una manzana podrida. Las decisiones en los altos tribunales son colegiadas, es decir, requieren del voto de más de un magistrado y tienen revisión, en este caso, ante el Consejo de Estado. Es difícil creer que Vargas estuviera solito en este emprendimiento. ¿Dónde están los cómplices? ¿Hay otros magistrados del tribunal involucrados? ¿Esta red de corrupción llegaba hasta el Consejo de Estado donde, sospechosamente, se confirmaban muchas de las decisiones de Vargas?

Antes de responder estas preguntas, lo primero sería pedirle a la Fiscalía que niegue el principio de oportunidad. La propuesta de Vargas de regresar al fisco $380 millones, cuando es obvio que el soborno fue por muchos miles de millones más, es una desfachatez. Por otra parte, Vargas debe confesar la extensión completa de su red de apoyo, incluyendo los colegas que presumiblemente le ayudaron a montar este tinglado.

Ya cuando creíamos que la crisis de la justicia no podía llegar más bajo nos damos cuenta que la corrupción en la rama es generalizada. Prácticamente no hay corte o tribunal que se salve de un escándalo (recientemente le ha tocado el turno al tribunal del Meta y el de Norte de Santander) y, lo que es peor, no existe en este momento cuerpo disciplinario de la rama judicial ni de la profesión de abogado, salvo la impresentable sala disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura.

La gran reforma pendiente en el país es la de la justicia. En los últimos tiempos se han presentado 18 iniciativas y todas han sido saboteadas, hay que decirlo, por los mismos juristas que viven y prosperan en el nauseabundo status quo. Ojalá que el nuevo ministro de justicia, que conoce como pocos los intríngulis del sistema, sea el Mandela o el Gorbachov de la rama y emprenda las reformas necesarias, así le toque pisar los callos de muchos de sus compañeros.

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