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Quien firma un contrato de infraestructura en Colombia lo hace sabiendo que, más allá del diseño, la construcción o la interventoría, puede estar asumiendo un riesgo jurídico de grandes proporciones. En efecto, la judicialización de los conflictos entre contratistas, interventores y entidades públicas se ha vuelto una constante en el sector. La controversia se convierte en rutina, la demanda en estrategia defensiva, y el litigio, en un nuevo frente operativo que se suma a los frentes de obra.
Las causas son múltiples: deficiencia en la estructuración de los contratos, falta de recursos en las entidades públicas, relaciones contractuales basadas en la desconfianza mutua, y un sistema judicial que, pese a los esfuerzos de digitalización y reforma, sigue siendo lento, ritualista y poco efectivo. Resolver un conflicto por la vía judicial puede tomar años, incluso décadas, con efectos devastadores para las empresas involucradas y para las comunidades que esperan las obras.
El caso del deprimido de la calle 94 en Bogotá lo ilustra bien. El contratista logró, tras una larga batalla legal, que se reconocieran sus reclamaciones frente al IDU. Sin embargo, la firma interventora -a pesar de haber prestado sus servicios durante toda la ejecución y contar con derecho a su liquidación- aún espera una resolución. La justicia tarda, y mientras tanto, las empresas deben absorber los costos de un sistema que no cumple con el ideal de ser pronta, eficaz y oportuna.
A nivel estructural, el sistema judicial requiere más recursos, más jueces, y mejores herramientas tecnológicas. Aunque la pandemia forzó una modernización que hoy permite tramitar buena parte de los procesos en línea, esto no ha sido suficiente para descongestionar juzgados y tribunales. Además, las ritualidades procesales y la baja especialización en temas técnicos impiden que los fallos resuelvan de fondo las disputas complejas del sector.
Los gremios han hecho esfuerzos por capacitar a los actores del sistema, pero sería deseable que jueces y funcionarios judiciales pudieran asistir a los eventos de formación técnica que organizan las cámaras y asociaciones del sector. También urge repensar la figura de la conciliación: satanizada tras el escándalo de Dragacol, hoy es vista con sospecha, incluso por los jueces. La falta de confianza y la cultura de la mala fe han vaciado de contenido un mecanismo que debería ser la vía principal para resolver controversias.
En contraste, mecanismos como la amigable composición y los tribunales de arbitramento sí ofrecen inmediatez, especialización e imparcialidad. Incluir su obligatoriedad en los pliegos tipo sería un avance enorme. También lo sería crear cortes especializadas dentro del sistema judicial ordinario, al estilo de la Superintendencia de Sociedades, pero enfocadas en infraestructura, con jueces dedicados y formados en el sector.
Porque los conflictos no van a desaparecer. Son naturales en contratos complejos. Pero lo que no es natural -ni sano- es que la entidad contratante vea al contratista como enemigo, y viceversa. Esta relación viciada impide resolver diferencias con sentido de propósito y afecta la calidad y oportunidad de las obras. A ello se suma un problema de fondo: muchas veces, lo que se contrata no corresponde a lo que fue estructurado. No basta con contratar estructuradores; se necesitan áreas fuertes dentro de las entidades, con visión técnica, realismo y conocimiento del contexto.
Los organismos de control, por su parte, actúan desconectados de esa realidad. Sus observaciones parten de premisas teóricas que no se ajustan al terreno, y su enfoque sancionatorio desincentiva la toma de decisiones. Sería deseable capacitar también a quienes investigan desde la Contraloría, para que comprendan mejor los contratos y puedan ejercer un control más justo y efectivo.
Y aunque el Consejo de Estado insiste en que los contratistas deben advertir a tiempo los problemas en los pliegos, lo cierto es que las observaciones rara vez son acogidas. Igual, se sigue participando, porque las empresas tienen que mantenerse en el negocio, aunque eso implique entrar en contratos desequilibrados, con cláusulas impuestas y poca voluntad de ajuste.
Hay que romper este ciclo. No podemos seguir celebrando contratos bajo la premisa de que la otra parte actuará de mala fe. Tampoco podemos permitir que las decisiones se tomen pensando que, cuando lleguen las consecuencias, el funcionario ya no estará en su cargo. Si no fortalecemos los mecanismos de resolución oportuna y especializada de controversias, seguiremos teniendo lo mismo: obras que no se entregan, comunidades que no reciben soluciones, y un sector privado que sobrevive, pero no progresa.
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