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Esa es, quizás, una de las mayores deudas que deja la cooperación internacional americana en Colombia. Durante años tejimos alianzas, impulsamos sectores, cocreamos oportunidades en territorios históricamente excluidos. Pero, lo que quedó fue un relato incompleto. Hoy quiero contar un pedacito de lo que sí hicimos -y de lo que no supimos decir- antes de que se pierda entre cifras sueltas y memorias fragmentadas.
Uno de nuestros focos fue el Chocó -ese rincón del Pacífico donde convergen la belleza natural y el abandono estatal. Pero poco se habla de su desbordante riqueza biográfica, de su gastronomía sorprendente, de su gente resiliente, creativa e inigualable. Mucho menos de los Black Boys: 250 jóvenes que, con su ritmo, crearon una forma de resistencia cultural frente a la violencia. Con el acompañamiento de Páramo Films, su historia cruzó fronteras gracias al documental Unless We Dance, reconocido en festivales internacionales. Tampoco se cuenta que, allá, se cultiva una de las mejores cúrcumas del mundo, con altísima calidad y potencial exportador.
Otro, fueron las cadenas del cacao y los cafés especiales. En el sur del país, donde antes se sembraba coca, hoy crece cacao. En Tumaco, asociaciones como Aprocasur y Chocolate Tumaco acopian cerca de 4% del cacao nacional. Los proveedores son ex-cocaleros, y sus juntas directivas incluyen mujeres líderes.
En el mundo del café, además de democratizar el conocimiento alrededor de la catación, de la mano de Amor Perfecto, Colombia se convirtió en el primer país productor en organizar un Mundial de Baristas (2011). Hoy, esa misma casa cuenta con el primer campeón mundial colombiano: Diego Campos. Todo esto fue posible gracias al acompañamiento técnico y estratégico de la cooperación.
Impulsamos campañas poderosas como #ConLaCamisetaDelOtro y proyectos inéditos como Semana Rural, un periódico regional creado junto a Revista Semana (con más de un millón de ejemplares), llevando voces locales e historias inspiradoras.
Pero el mensaje no siempre llegó. Faltó estrategia para narrar con la misma fuerza con la que implementamos. Cumplimos con los indicadores, entregamos resultados medibles y sostenibles. Pero fallamos en algo esencial: nunca supimos contarlo bien. El mundo recuerda las cajas con vacunas, pero no conoce las pequeñas revoluciones que ocurrieron en silencio. Y eso tiene un costo: el olvido, la subvaloración del esfuerzo colectivo, el desmantelamiento de un ecosistema sin que nadie reclame su lugar en la historia.
Hoy, tras la salida de Usaid, somos parte del pasado. Más que empleos, lo que se está perdiendo es un relato. Uno compuesto por miles de historias que seguirán construyendo país. Uno que no puede quedar solo en la memoria de quienes lo vivimos.
A quienes seguimos trabajando por el desarrollo nos toca asumir una nueva tarea: ser estratégicos en la comunicación y gestión del conocimiento. Lo que no se visibiliza, no se valora. Más allá de los logros, nos corresponde preservar las historias. Porque no solo se fue una agencia. Se fue una narrativa entera.
En medio del desconcierto de estos días, las personas con vocación de predicadoras están llamando a la armonía y al diálogo. Pero allí no está el problema. La buena voluntad no es suficiente
Trabajar para generar, adquirir y trasmitir experiencias y valorarlas, haciendo las cosas sin que se queden en el papel, pues solamente escritas no funcionan