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La creciente ola de insolvencias empresariales en Colombia es una alarma que no admite indiferencia. Detrás de cada proceso hay empleos, cadenas de suministro y familias enteras en riesgo. La cuestión no es si enfrentaremos una crisis, sino si contaremos con el liderazgo capaz de anticiparla y gestionarla antes de que sea demasiado tarde.
La insolvencia rara vez es un acontecimiento repentino: es la estación final de una larga serie de decisiones postergadas, señales desoídas y estrategias mal diseñadas. Las primeras alertas se manifiestan en el corazón y la sangre de la compañía: ventas estancadas y un flujo de caja que se desangra. Más adelante emergen los síntomas estructurales: pérdida de clientes, inventarios mínimos, fricción con los stakeholders y rotación en la alta dirección.
La falta de inversión en áreas críticas, la estrategia reactiva y el deterioro del gobierno corporativo indican algo más grave que una crisis operativa: evidencian la pérdida del rumbo. Cuando la organización ya “vuela en rumbo de colisión”, el margen de maniobra se reduce de forma dramática. En ese punto, cada día de demora cuesta más que dinero: consume tiempo, control y posibilidades de sobrevivir al proceso de insolvencia.
Reestructurar no consiste en ajustar presupuestos ni en recortar gastos de manera indiscriminada. Es un tratamiento integral que exige identificar las verdaderas causas del declive y actuar con velocidad y rigor. Sin una evaluación rigurosa de las causas, corremos el riesgo de aplicar soluciones cosméticas a males sistémicos.
Para estabilizar una empresa en crisis no basta reducir costos. Se requieren acuerdos con acreedores, reestructuración de pasivos y un nuevo liderazgo capaz de tomar decisiones difíciles sin hipotecar el futuro. La permanencia de los equipos que condujeron al deterioro suele ser una forma de resistencia disfrazada de lealtad. Cambiar al timonel no es traición: es imperativo de supervivencia.
La ausencia de una política pública clara y sostenida en materia de insolvencia empresarial es una omisión estratégica. Instrumentos como los decretos de reorganización simplificada adoptados durante la pandemia y revividos por la Ley 2437 de 2024 demostraron ser herramientas valiosas para la recuperación. Sin embargo, su discontinuidad legislativa evidencia la desconexión entre las necesidades del tejido empresarial y la respuesta normativa. En tiempos de fragilidad económica, la carencia de un marco legal robusto limita de forma severa las posibilidades de rescate y reactivación.
Superada la estabilización, comienza la recuperación. Algunas compañías necesitarán enfocarse en eficiencia; otras, en crecimiento. El camino dependerá del diagnóstico, del entorno y de la capacidad de adaptación de cada organización. Lo único seguro es que no sobrevivirá quien aguarde un milagro sino quien aprenda, se reinvente y actúe sin titubeos.
Reestructurar no es la última opción cuando todo ha fallado. Es una herramienta estratégica para responder al cambio, proteger el valor corporativo y preservar el propósito social. Postergar decisiones críticas por miedo a la opinión pública o a la resistencia interna conduce a una trampa silenciosa donde el tiempo se agota y el deterioro se acelera. El verdadero liderazgo se mide no por evitar la turbulencia, sino por tener el coraje de maniobrar a tiempo y salir de ella.
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