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“Es que esos muchachos fueron abandonados por el Estado”. Le escuché hace poco a un periodista deportivo mientras intentaba explicar la violencia de las barras bravas. No lo dijo con rabia ni con ironía, sino con una convicción tranquila, como quien enuncia un diagnóstico indiscutible. La frase cayó sobre la conversación como una cortina que ya nadie se atreve a correr: todo se explica por el abandono estatal, y punto. Lo demás -la decisión personal, la responsabilidad familiar, el entorno inmediato- ni siquiera entra en discusión.
Esa misma frase apareció, reiteradamente, después del atentado contra el senador Miguel Uribe. “Ese niño fue abandonado por el Estado”. Como si el disparo hubiera salido solo. Como si no hubiera responsabilidad de su familia, ni de su entorno, ni de sus propias decisiones. Como si el Estado -y solo el Estado- fuera el responsable de que un adolescente empuñe un arma y apriete el gatillo.
Esta forma de pensar revela el profundo estatismo que se ha vuelto regla en Colombia. Nos acostumbramos a ver al Estado como un padre omnipresente: proveedor, corrector, salvador. Una figura abstracta a la que se le pide todo y a la que se le culpa de todo. Es una mentalidad que recuerda a los viejos regímenes soviéticos, donde el Estado no solo repartía pan y castigos, sino también sentido, moral y destino.
Pero lo más grave es que esta visión, presentada como progresista o empática, en realidad infantiliza a los más pobres. Les quita toda capacidad de agencia. Es tratarlos como si fueran interdictos: como si no pudieran tomar decisiones por sí mismos, como si necesitaran un tutor moral que piense por ellos. Decir que todo lo malo que pasa en Colombia es culpa del “abandono estatal” es una forma elegante de desprecio. Es negarles a los colombianos la dignidad que implica ser responsables de sí mismos.
Así, cada vez que alguien actúa mal, no se pregunta qué hizo mal su entorno o qué decisiones tomó. Se apunta directamente al Estado. Si un joven delinque, es porque el Estado no le dio opciones. Si un barrista se vuelve violento, es porque el Estado lo ignoró. Y en ese proceso, desaparecen las preguntas esenciales: ¿Dónde estaban los padres de ese niño de 14 años? ¿Qué pasó en su casa? ¿Qué comunidad lo rodeó? ¿Quién permitió que se convirtiera en sicario?
Otro recurso frecuente para diluir la culpa es la frase “fallamos como sociedad”. Pero, ¿quiénes fallaron exactamente? ¿Los padres que trabajan, educan bien a sus hijos, ahorran, respetan la ley y ayudan a sus vecinos? ¿La maestra que madruga para enseñar con lo poco que tiene? ¿El tendero que sostiene su negocio mientras da fiado al que no puede pagar? ¿Ellos también fallaron? ¿O será que hemos confundido solidaridad con complicidad, y estamos colectivizando la irresponsabilidad para no señalar a quien de verdad tomó decisiones equivocadas?
Esto no es negar la pobreza, es señalar que hay contextos difíciles donde también nacen historias distintas. Jóvenes que, sin ayuda estatal, eligieron otro camino. Porque alguien -una madre, un abuelo, un maestro- les enseñó que ser pobre no significa ser violento, ni víctima perpetua.
Quizás el verdadero abandono no es el del Estado hacia los ciudadanos, sino el de una sociedad que decidió dejar de mirarse al espejo. Mientras sigamos creyendo que todo se resuelve con más Estado, seguiremos justificando lo injustificable. Y terminamos renunciando a nuestra responsabilidad como individuos y como sociedad.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente