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Esta columna fue escrita con ayuda de ChatGPT, una herramienta de inteligencia artificial construida sobre décadas de innovación acumulada por investigadores, emprendedores y empresas en entornos libres. Esta tecnología no nació en un Ministerio ni fue diseñada por burócratas ilustrados: emergió del dinamismo descentralizado de miles de mentes resolviendo problemas reales. Por eso, el verdadero motor de la ciencia y la innovación no ha sido el Estado, sino el entorno de propiedad, libertad, reputación, incentivos y competencia que hace posible el descubrimiento.
Esa es la tesis central de ‘El mito del Estado emprendedor’, un libro formidable de Deirdre McCloskey y Alberto Mingardi, que desmonta con precisión la idea de que los grandes avances tecnológicos son obra directa de funcionarios visionarios. La historia demuestra lo contrario: el conocimiento progresa no cuando alguien lo planifica, sino cuando muchos pueden intentar, fallar, mejorar y acertar. Y eso solo lo permite el mercado.
Ni Galileo, ni Newton, ni Darwin fueron empleados de un Estado tecnocrático. Galileo fue financiado por los Medici, una familia de banqueros. Newton trabajó en Cambridge bajo un sistema de mecenazgo y fue miembro activo de la Royal Society, el núcleo de la ciencia moderna, fundada y financiada por académicos independientes. Darwin costeó su viaje en el Beagle con redes privadas y apoyo familiar. En todos estos casos, el conocimiento prosperó en entornos donde primaban la reputación, la libertad de explorar, la competencia entre ideas y el deseo genuino de resolver problemas reales. Eso también es mercado: un sistema descentralizado de coordinación donde las ideas se someten a prueba.
Es cierto que en el siglo XX los Estados comenzaron a financiar ciencia básica, pero no por amor al saber, sino por razones militares, estratégicas y geopolíticas. El GPS nació en el Pentágono. Arpanet, antecesor de Internet, fue un proyecto militar. La computación cuántica ha sido impulsada por agencias de defensa. El Proyecto Manhattan no buscaba el progreso humano, sino ganar una guerra. Que el Estado financie algo no significa que lo haya creado ni valorizado. Muchas de esas tecnologías durmieron en cajones hasta que el mercado las tomó, las refinó y las volvió útiles para millones.
Una crítica común es que el mercado no asigna valor a lo importante. Pero eso es no entender cómo funciona el descubrimiento. El mercado no sabe de antemano qué es valioso, pero permite averiguarlo. A través del ensayo, el error, la reputación y el interés, filtra lo útil de lo inútil. La innovación, como explicó Matt Ridley, no es cartesiana sino darwiniana: no se planifica desde arriba, sino que evoluciona desde abajo.
Lo que hay detrás de esa crítica es la fatal arrogancia -como advirtió Hayek- de suponer que algún comité puede saber mejor que millones de personas lo que es valioso para la humanidad. Es la ilusión de que el conocimiento puede centralizarse, cuando en realidad está disperso, fragmentado y en permanente evolución.
El mercado no es solo una estructura económica: es una construcción moral. Un sistema profundamente humano donde millones cooperan sin conocerse, intercambian valor sin violencia y descubren juntos lo que nadie podría anticipar. La verdadera ciencia, como la verdadera libertad, necesita que nadie tenga el poder de decidir por todos qué es lo importante. Y eso solo lo garantiza el mercado.
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