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Analistas 13/04/2020

El virus que derrocó…

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean

(Ponga acá a su enemigo favorito)
Llueven los argumentos para demostrar que el Covid-19 fue originado o muy mal manejado por nuestros contradictores, obviamente culpables de todo lo malo que existe en el planeta. En la cuarentena, felices pensamos con el deseo, incluso un poquito más allá de lo moralmente aceptable, regodeándonos en los síntomas del “fracaso del otro”, disfrutando un poquito más de lo que aceptaríamos públicamente.

Esa pequeña morbosidad, esa mezquindad que en el discurso disfrazamos argumentalmente de gran verdad y que simula legítimos intereses, pero representa con más frecuencia que honestidad nuestro carácter viral, pretencioso y oportunista.

Haré lo mismo, me imagino, tengo mis horas oscuras y confieso que ver la evolución y el despliegue de la complejidad socioecológica en marcha durante la pandemia me impresiona. Creo que el Covid-19 genera un reacomodamiento del planeta sin precedentes debido a la escala a la que los humanos estábamos operando.

Pero también creo que, sin ningún mensaje poético, lo inexorable prosigue y, si somos cuidadosos, podemos utilizar la pandemia como un dispositivo crítico para evaluar los umbrales de la transformación de nuestros quehaceres y responder tan rápidamente como podamos ante ciertas trayectorias insostenibles que ya conocemos y que implican riesgo de colapso.

La más crítica es la inaceptable distribución social de la degradación ambiental. Inequidad, en una palabra, pero no expresada de cualquier manera, sino como crítica a la irresponsabilidad o dolo de quienes transfieren e imponen su basura a terceros o como llamado a corregirse cuando proviene de un error.

El problema del análisis inmediatista de cualquier crisis es que sirve para todos los propósitos, pero requiere de una discusión en la sociedad igual de compleja que siempre. Eso implica madurez, que paradójicamente no llega porque no hay tiempo, así que operamos con lo que se tiene a mano y tratamos de abrir brechas para posicionar lo que de otra manera no se ha logrado. No siempre funciona: por ejemplo, se cayó la liberación de reclusos, con razón, pues apelar al Covid-19 para aliviar los efectos de la corrupción e ineficacia penitenciaria no era el camino adecuado.

El mayor riesgo al determinar ajustes moderados o mayores al funcionamiento de la sociedad contemporánea a partir de la pandemia proviene de los populistas que avivan el fuego de la incertidumbre y el descontento, para convencer de que “ha llegado el (su) momento”. El oportunismo es el mayor enemigo de la construcción de reformas que nos lleven más rápidamente, pero con rigor, hacia más sostenibilidad.

Ni acrecentar las tensiones de clase, ni tratar de eliminar los controles ambientales que ejerce el Estado son buenas ideas en este momento, aunque obviamente cada quien argumentará, ojalá en democracia, a favor de ellas.
Dudo que el Covid-19 destruya algo que caricaturizan de todos lados como una estructura que está por derrumbarse hacia la izquierda o la derecha, cuando lo que está en juego es un sistema que se beneficiaría de los aprendizajes del presente, si los discutimos con serenidad, no solo con buenos deseos.

La evolución da saltos, pero no patadas: reparar los daños del fuego cruzado puede ser peor. Más que nunca, es tiempo de solidaridad, diálogo y democracia.

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