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No hace falta ser un experto en derecho tributario para advertir, con absoluta claridad y sentido común, que la nueva reforma tributaria propuesta por el gobierno representa una agresión, porque hay que llamar las cosas por su nombre, directa y desproporcionada contra los ciudadanos. Basta con observar sus principales propuestas para entender que esta reforma no busca equidad ni eficiencia fiscal, sino que actúa como una verdadera trituradora económica y social.
Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española, el verbo triturar significa “moler, maltratar, molestar gravemente”. Eso es, precisamente, lo que esta reforma hace con los colombianos: los maltrata fiscalmente, los agrede en su cotidianidad económica y los somete a una presión tributaria que raya en lo confiscatorio.
Es suficiente una mirada rápida y superficial de algunos de los puntos más polémicos para dilucidar que se torna un panorama alarmante, aumento de las tasas de tributación empresarial, que en algunos casos termina superando 60%, lo que desincentiva la inversión, la generación de empleo y la competitividad, incremento del impuesto al patrimonio que afecta directamente a quienes han construido su patrimonio con esfuerzo, penalizando el ahorro y la inversión a largo plazo, aumento del IVA a los combustibles, esta propuesta, en particular, tiene un efecto cascada en toda la economía, encareciendo el transporte, los alimentos y los servicios básicos, con un impacto especialmente duro sobre los sectores más vulnerables, gravamen al componente inflacionario de los rendimientos financieros, esto en realidad es y equivale a castigar el ahorro, ya que los rendimientos reales se vuelven negativos, erosionando el capital de los ahorradores.
Y estos son solo algunos ejemplos. La reforma está plagada de medidas que, lejos de promover el desarrollo, parecen diseñadas para exprimir al ciudadano promedio hasta el último peso.
Este no es un debate ideológico ni partidista. Es una cuestión de eficiencia, de racionalidad económica y de respeto por el contribuyente. El Estado colombiano, en lugar de cumplir su función esencial como garante de derechos y promotor del bienestar, se está transformando en una entidad parasitaria. Con una carga tributaria tan agresiva, el ciudadano deja de trabajar para sí mismo y empieza a trabajar para llenar los bolsillos sin fondo del aparato estatal.
Es como talar los bosques para conseguir recursos con los que proteger el medio ambiente: un contrasentido absoluto.
La situación se agrava, aún más, cuando observamos el desempeño del Estado como administrador de recursos. Está ampliamente demostrado, no solo en Colombia sino en muchos países, que el Estado suele ser ineficiente en la gestión recursos, en la prestación de servicios y en la producción de bienes. El caso de la salud es especialmente preocupante. En lugar de fortalecer el sistema, se está impulsando una estatización que pone en riesgo derechos fundamentales, deteriora la calidad del servicio y genera, entre otros, incertidumbre entre los usuarios.
La salida a la crisis fiscal no pasa por seguir cargando al ciudadano con más impuestos. La solución exige voluntad política real para combatir la corrupción, no con discursos vacíos ni promesas populistas, sino con acciones concretas, eficaces y sostenibles. También implica una reducción del tamaño del Estado, que debe dejar de competir con los particulares y volver a su rol esencial: facilitar, regular, no obstaculizar.
No se trata de promover una libertad absoluta ni de eliminar la intervención estatal, sino de redefinir su papel. El Estado no puede ser el enemigo del ciudadano, ni el competidor de la empresa privada. Debe ser un aliado, un facilitador, un garante.
Es momento de que el Congreso, como lo ha hecho en otras ocasiones, actúe con sensatez y responsabilidad. Muy buena parte de sus miembros son personas razonables, conscientes del impacto negativo que esta reforma puede tener en la economía y en la vida de millones de colombianos. El remedio para el desequilibrio fiscal no puede ser, bajo ninguna circunstancia, atacar al contribuyente, desincentivar la inversión y ahogar el aparato productivo.
Se está atacando el síntoma, no la causa. Todos sabemos cuál es el verdadero problema: la corrupción, el despilfarro, la ineficiencia. Si no se corrige el rumbo, nos veremos atrapados en una espiral sin fondo, donde la seguridad, el bienestar y la esperanza se diluyen entre discursos vacíos y políticas equivocadas.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente