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En el mundo empresarial, solemos prestar atención a grandes estrategias, discursos impactantes o decisiones audaces. Sin embargo, hay aspectos silenciosos que influyen profundamente en la forma en que nos relacionamos y construimos realidades en las organizaciones. Uno de ellos, quizá el más sutil y a la vez más potente, es la mirada ¿Cómo miras tú? ¿Para comprender o para juzgar? ¿Para acoger o para controlar?
La mirada no es solo una función sensorial. Es una manifestación concreta de nuestra actitud ante el otro, ante las circunstancias, ante el mundo. En cierto sentido, es una decisión continua: mirar con benevolencia o con hostilidad; con apertura o con desconfianza. Y esa decisión configura mucho más de lo que imaginamos. Como decía Tolstoi, “toda la variedad, todo el encanto, la belleza de la vida está hecha de luces y sombras”. Pero ¿dónde está puesta nuestra mirada: en la luz o en la sombra?
Todos respondemos, consciente o inconscientemente, a cómo se nos mira. Una mirada de juicio puede paralizar, una mirada de reconocimiento puede despertar el talento dormido. En las organizaciones, esto se traduce en climas de confianza o en culturas de sospecha. En líderes que inspiran o en figuras que controlan. La forma en que miramos al equipo, al cliente, al contexto, no es neutra: está cargada de intención y genera respuesta.
Además, no debemos olvidar que la realidad tiene muchas versiones posibles. Nuestra mirada elige cuál enfatizar. Ante la misma situación, dos líderes pueden actuar de forma diametralmente opuesta según lo que están dispuestos a ver. Uno puede ver caos, errores, incompetencia. El otro, potencial, aprendizaje, oportunidades de mejora. Es la diferencia entre mirar para juzgar o mirar para comprender.
Aquí entra en juego el efecto Pigmalión o la profecía autocumplida. Lo que esperamos de los demás tiende a cumplirse, porque nuestra mirada activa o inhibe determinadas respuestas. Si miro a un colaborador con escepticismo, es probable que este se vuelva inseguro, dubitativo, defensivo. Si lo miro con confianza, con reconocimiento, incluso en medio de errores, es posible que esa mirada lo impulse a superarse. No es magia. Es humanidad.
La tradición cristiana ofrece una referencia poderosa al afirmar que “la Palabra se hizo carne”. Recuerda el poder de lo invisible para hacerse realidad. Algo similar ocurre con la mirada: aunque no se pronuncie palabra alguna, puede hacerse carne en las emociones del otro, en su rendimiento, en la cultura que se genera. De hecho, una mirada amable puede modificar el tono de una reunión, el curso de una negociación, el estado de ánimo de un equipo entero.
Como directivos, el desafío es doble: mirar bien a los demás, y revisar cómo estamos mirando el mundo que nos rodea ¿Estamos atrapados en un enfoque negativo, rígido, desconfiado? ¿O somos capaces de cambiar el ángulo, aunque sea ligeramente, para ver aquello que antes nos pasaba desapercibido?
La mirada tiene un poder transformador de tu realidad, pero más aun de tu propia persona. Un pequeño giro en la mirada puede desencadenar grandes transformaciones. No porque la realidad cambie por arte de magia, sino porque al cambiar nosotros, cambia la forma en que nos relacionamos con ella. Y en ese encuentro, a menudo, comienzan los verdaderos milagros del liderazgo.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente