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La historia económica de Colombia solo puede contar dos grandes casos de éxito exportador: el del café, que se resiste a desaparecer, y el del petróleo, que sigue sosteniendo al país
La Segunda Guerra Mundial no solo le dejó a Colombia la tardía, pero disruptiva masificación de la radio, sino también los primeros barruntos de la televisión pública. Pero más allá de la crónica global y de la revolución industrial que conllevó el gran conflicto, el país desarrolló una industria cafetera sin precedentes, que gozó de vacas gordas tanto en precios como en producción entre 1945 y 1956. El consumo interno se incrementó al mismo tiempo que el de una Europa en reconstrucción y de un Estados Unidos en pleno auge. Colombia figuró con luz propia en el concierto internacional como gran exportador de grano y le impregnó a la cultura nacional el sello cafetero. Gracias a ese cultivo, aún más de medio millón de familias colombianas deriva su sustento del café, y su organización por medio de comités departamentales y una poderosa Federación han mantenido un nivel de exportaciones y de inversiones que es estudiado en universidades de gran renombre como una fórmula de éxito para irrigar bienestar social en zonas rurales y empobrecidas. Casi en todos los lugares en donde se ha establecido y desarrollado por décadas la cultura cafetera se ha salido de la pobreza extrema y la generación de trabajo es permanente. Eso explica que el viejo Eje Cafetero (Caldas, Quindío y Risaralda) ahora tenga otras vocaciones económicas, como el turismo, mientras que la mayor producción del grano se concentra en lugares de mano de obra barata y pobreza por debajo del promedio nacional, como Cauca, Huila y Nariño. Por estos días de pandemia y de bloqueos, dos componentes de un coctel perverso para la gente, el precio internacional del café ha superado los US$2 por libra, lo que supone el precio más alto casi en la última década. La carga de 125 kilos ha llegado a $1,5 millones, valor nunca alcanzado antes, pero con el sinsabor de que no se ha podido cumplirle a los compradores extranjeros porque las vías están bloqueadas. Es más, la mano de obra escasea por el miedo a desplazarse de una finca a otra o de un departamento a otro.
Desde finales de los años 90, empezaron a convivir en la economía café y petróleo, cuando aparecieron Cusiana y Cupiagua, y el país pasó de ser importador de crudo, a mediados de los años 80, a creerse el cuento de la “Colombia Saudita”. El café pasó a un plano secundario en las noticias, pero nunca abandonó su vocación de transformar pobreza en bienestar, mientras el petróleo le arregló las finanzas a los gobiernos del siglo XXI en una bonanza de precios que incluso superó US$100 el barril. Después de toboganes en el costo internacional del Brent y el WTI, ahora se vende petróleo colombiano en promedio a US$70, una cifra muy buena máxime cuando los presupuestos de Ecopetrol y el Marco Fiscal de Mediano Plazo hacen cuentas en torno a los US$50. La producción de café alcanza los 14 millones de sacos anuales y la de petróleo unos 800.000 barriles diarios. Podrían hacerse cuentas alegres con estos datos, pero siempre estará en el horizonte la frustración de que no se ha podido diversificar el portafolio exportador y mucho menos se ha aprovechado la docena de tratados de libre comercio firmados con otros países. El reto no es abandonar el petróleo o el café -darles las gracias siempre-, el cuento está en encontrar nuevos productos, o mejor aún. servicios de exportación.
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