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Analistas 26/04/2013

Sexualidad por mayoría de votos

Analista LR
La República Más
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El agitado debate de los últimos meses, que culminó el miércoles pasado con el hundimiento abrumador del matrimonio igualitario en el Congreso, me hizo evocar los largos y exaltados debates que se protagonizaron en ese mismo capitolio hace casi 80 años, cuando empezó a discutirse si la mujer debía tener acceso a la universidad, al patrimonio y al sufragio.

 
Fueron dos décadas de polémica encendida, que arrancaron en 1934 con la reforma a la educación, y terminaron en el 54, el 24 de agosto, cuando en la noche se aprobó el voto universal. Habían transcurrido 68 años desde que Suecia dio ese paso y se convirtió en el primer país en poder hablar de ciudadanas.
 
Las coincidencias entre ese tiempo y el de hoy son inquietantes, y sugieren que esta nación parece condenada a repetirse, a patinar eternamente en el atraso, en la inequidad y la exclusión. En esos días, como en estos, se vio a una iglesia Católica feroz para defender sus prejuicios seculares, a un penoso Partido Liberal con una dirigencia más ‘goda’ que los ‘godos’, a un conservatismo cavernario, y a unos políticos diciendo estupideces que hoy, siete y ocho décadas después, dan vergüenza, o mucha risa.
 
En el 34, por ejemplo, cuando el gobierno de Olaya presentó el proyecto de coeducación para crear colegios mixtos y permitir el acceso femenino a la universidad, Germán Arciniégas, ‘liberal’, advirtió que sobrevendrían “grandes trastornos sexuales en las aulas si se aprobaba este terrible brote demagógico”. Los obispos también maldijeron desde el púlpito. Monseñor Builes afirmó que “la coeducación en estos climas tropicales trae consigo lo que la masonería busca: corromper la niñez y la juventud… los desfiles de las niñas y señoritas a medio vestir, las gimnasias desvergonzadas… todos los métodos corruptores que vienen usando con innegable éxito nuestros gobernantes masones”. Y en 1938, el obispo de Pasto excomulgó a la Universidad de Nariño por abrir las primeras carreras para el sexo femenino.
 
Unos años antes, don José María Samper, prohombre ‘liberal’, explicaba por qué la Constitución de 1886 no había otorgado la ciudadanía “a la mujer, al vago y al menor”. Ellas, decía él, “no nacieron para gobernar la cosa pública y ser políticas…nacieron para obrar sobre la sociedad por medios indirectos… y servir de fundamento y modelo a todas las virtudes delicadas, suaves y profundas”.
 
Otro gran ‘liberal’, Enrique Santos Montejo, el famoso ‘Calibán’, escribía en El Tiempo, en 1944, sobre su total rechazo a la idea de las mujeres en las urnas: “Las jóvenes solteras se ríen hoy del matrimonio y proclaman el derecho a tener hijos sin necesidad del vínculo sagrado… Salvémosla (a la organización social) y no la sometamos a la prueba insensata del voto femenino, que será el paso inicial a la transformación funesta de nuestras costumbres… el sarampión sufragista pasará pronto…”
 
Un lector agudo podrá deducir con lo anterior que con liberales así, ¿para qué conservadores? Y otro más perspicaz podrá notar que del siglo XIX a hoy la dirigencia ha cambiado de manos muy poquito: don José María era tío tatarabuelo de Ernesto Samper, y Calibán, el abuelo de Juan Manuel Santos Calderón.
 
Los conservadores también aportaron frases enmarcables. En 1936, cuando apenas empezaba el tire y afloje sobre el voto universal, el senador Manuel Caamaño sacó este argumento: “En Francia, no ha sido posible hacer jueces a las mujeres; ellas no pueden prescindir del rouge ni en los momentos más delicados de la investigación”.
 
¿Qué diferencias hay entre esos tiempos y lo visto en estos meses alrededor del tema de las uniones gay? Nada o casi nada. La iglesia Católica a través de monseñor Juan Vicente Córdoba dejó en claro varias veces que “el matrimonio homosexual hiere de muerte la institución familiar”, y que “los homosexuales no son enfermos, pero sí tienen una desviación en su identificación de género”. Son, pero no son.
 
También hubo frases memorables que vale la pena reseñar para que en 40 o 50 años produzcan pena, o risa. Como cuando el senador Édgar Espíndola afirmó que la homosexualidad es una “tendencia nueva” y que aprobar la unión entre personas del mismo sexo generaría “reglamentar prácticas sexuales como la zoofilia, la necrofilia o la pedofilia”.
 
O Carlos Baena o Claudia Wilches hablando de la etimología de la palabra matrimonio y su origen bíblico. O Roberto Gerlein con su “merece repulsión el catre compartido por dos varones, qué horror (...) Es un sexo sucio, excremental, asqueroso, que merece repudio”.
 
Y solo ocho de dieciocho liberales votando a favor de unos derechos que casi ni deberían discutirse, porque la gente se organiza como puede, como quiere, como le dicta el corazón, no las mayorías.
 
En fin, el debate o más bien la falta de este, demostró el Congreso ignorante y anacrónico que dicta nuestras leyes hace un siglo, que sigue legislando en el prejuicio, en la moral de las religiones reveladas y desconociendo tercamente lo que la ciencia y la razón puedan decir.
 

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