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Y, finalmente, Álvaro Uribe no solo no tenía pruebas sino que ni siquiera tenía información de los supuestos dos millones de dólares mafiosos en la campaña de Santos. ¿Y? ¿Así se va a quedar la cosa? “Se equivocó, y fue valiente al reconocerlo”, dirá Pacho Santos sin ruborizarse. “Él nunca mencionó la palabra ‘pruebas’, ni tampoco la palabra ‘información’ ”, dirá Jaime Granados sin pestañear siquiera. “Es que gracias a él pudimos volver a la finca y viajar por carretera”, afirmarán mis amigos y conocidos uribistas.
Para mí el episodio es suficiente para desbaratar todo este enorme dilema en el que nos metimos luego de conocer los resultados de la primera vuelta sobre quién es peor, si Santos o Zuluaga. No voté por Santos hace cuatro años y lo hice convencido por Antanas Mockus, a pesar del fiasco enorme de su campaña bobalicona; no voté por Santos hace quince días, pero voy a hacerlo el domingo entrante porque la otra opción de verdad me horroriza. Me explico: hay una posibilidad de que Zuluaga no sea la marioneta que muchos intuimos y que, conseguido el poder, tome su propio rumbo y siga su libreto. En ese caso, y en menos de un mes, tendrá al senador Uribe propalando falacias sobre la seguridad, sobre lo mal que va la economía, sobre las mermeladas que reparte el nuevo Gobierno, y el decaimiento del agro. Y así por cuatro años.
Como creo que eso no va a pasar, y Zuluaga será el lugarteniente dócil de su jefe, lo que viene entonces es el retorno, recargado y ya sin antifaz, de esa mentalidad mafiosa del “estás conmigo o estás contra mí”; también, de la filosofía infecta del “todo se vale”, de la mentira cínica que por repetición se vuelve verdad; de esa doctrina perversa de que puede haber un “estado de opinión” aun por encima del Estado de Derecho y de esa convicción mesiánica de que “el Estado soy yo”. Así, pónganle la firma, volverá la camorra contra los vecinos, la pugnacidad contra las Cortes, el espionaje contra periodistas y contradictores, la selectividad de la justicia que me gusta y la que no me gusta, dependiendo de sus fallos.
Nos creíamos tan lejos de Venezuela y sus aventuras totalitarias y hoy estamos a las puertas de una dictadura constitucional y refrendada en las urnas, pero de la ultraderecha. Un Uribe dueño del Ejecutivo y del Congreso (porque a sus 20 senadores se sumarán los godos, y luego se desgranarán los demás -hasta los Musa Besaile Fayad, y los Bernardo Elías que hoy el uribismo dice despreciar-), y vendrán las leyes contra la prensa, la reelección perpetua, la coaptación de las cortes, un fiscal y un procurador que no incomoden. Es absurdo y suicida pensar que todo esto es un asunto menor, que Santos y Zuluaga son lo mismo, y que el voto en blanco es una opción.
Por eso me parece obtusa la actitud del senador Jorge Robledo y la de Enrique Peñalosa (por quien voté en primera vuelta). ¿Qué lógica tiene, señor Peñalosa, dejar en libertad a sus electores si usted mismo le pidió a Zuluaga la renuncia cuando estalló el escándalo del famoso hacker? Lo de Robledo me inquieta más porque siempre lo he admirado como una voz crítica y juiciosa. Me desconcierta porque, o está metido en los cálculos de que a su partido le iría mejor haciéndole oposición a la ultraderecha, lo cual sería una mezquindad enorme de entregar el país a la aventura autoritaria de Uribe por fortalecer al Polo, o en el fondo, y creo que esa es la razón, Robledo es un fundamentalista sectario. O sea, un Uribe en el otro extremo.
Las elecciones del próximo 15 de junio pueden ser las más decisivas en sesenta años o más, no solo porque van a frenar o a abrirle el portón al proyecto totalitario de un Uribe con poderes omnímodos, sino porque desde que nació la guerrilla nunca se había llegado tan lejos en una negociación, y con requisitos claros y verificables para que las Farc entreguen las armas, dejen el narco y se reincorporen. Y que las víctimas adquieran rostro.
La paz de Santos tal vez no sea la ideal, porque una paz hecha por la oligarquía de siempre va a reformar cosas de la superficie y va a tener muchas limitaciones para incluir a las mayorías y para cambiar un sistema de privilegios profundamente enraizado en la sociedad y en la cultura; no obstante, es la opción que tenemos hoy para detener una guerra que perdió todo sentido y escrúpulos. Fusiles silenciados quizás atemperen un real debate político y abran nuevas perspectivas, aun sabiendo también que las Farc -como dice el escritor Miguel Manrique- son como mil Robledos.
Por eso, parafraseando la frase de combate en la campaña de Clinton del 92, que lo llevó a derrotar a Bush papá y su mal manejo económico, hoy puedo decir sin temor a ofender: “Es la paz, estúpidos”.