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Muchos jóvenes se habían reunido para escuchar a un hombre considerado otra estrella de la política. Este otro joven también le gustaba la plaza pública y la calle para presentar sus ideas, recoger inquietudes y para debatir, pero también tratar de convencer con argumentos y públicamente con quienes pensaban distinto.
Las imágenes de los atentados serán difíciles de olvidar, especialmente para aquellos jóvenes que admiraban a Charles Kirk, Miguel Uribe o al no tan joven Fernando Villavicencio. Todos ellos fueron líderes de la esperanza, con ideales claros, coraje y convicciones firmes sobre la transparencia y la justicia. Hoy son mártires de sus causas.
Hoy más que nunca, entre los líderes existe la sensación de que nadie está a salvo. Sin embargo, los esfuerzos de protección estatal parecen concentrarse en quienes están dentro de la burocracia, mientras la población indefensa queda a merced de la ilegalidad y de la ira exacerbada por los trinos diseñados para generar confusión y odio, que casi siempre terminan en más violencia física.
La retórica política es cada vez más agresiva y falaz, alimentada en bodegas digitales y lanzada como misiles en las redes sociales. Su efecto es enervar a los jóvenes, aumentando así la posibilidad de nuevos derramamientos de sangre.
Es tan grave que segundos después de perpetrarse los magnicidios de Kirk, Uribe y Villavicencio, en las alcantarillas de las redes sociales circulaban mensajes celebrando las acciones criminales, únicamente porque las víctimas pensaban distinto.
La vida de ellos no la acabaron solo las armas: también los mataron los años de odio cultivados por ignorantes sin capacidad de discernir; los mataron los algoritmos diseñados por quienes buscan manipular con intereses oscuros; los mataron las creencias que promueven resentimiento, ira y violencia siempre bruta.
Ojalá no lleguemos a un sistema en el que, cada día, se elija y se señale a un nuevo enemigo, que puede ser su vecino, su hermano o incluso su hijo. Esta locura digital, entrópica y monstruosa, alimentada por los más enfermos y miopes, nos enfrenta a la vergonzosa realidad de que haya quienes celebren la muerte de alguien a quien jamás conocieron. ¡Todos debemos detenerla ya!
El problema no es solo que maten a los del “otro bando”, etiquetados como los “malos”. La verdadera tragedia comenzará cuando alguien con más poder, más odio y más capacidad decida que el “malo” es usted, y entonces alguien reaccione haciéndole daño a usted o a su familia.
Este remolino de desgracias tiene raíces profundas. Es algo que se ha enseñado y propagado sin control: donde se aprende a odiar primero y a justificar después, construyendo narrativas desquiciadas para evadir la responsabilidad y lavar la culpa.
En esta ausencia de valores, principios y sentido común, la venganza da la vuelta. Así, todos los que piensan distinto terminan convertidos en enemigos —ya no simples contradictores— y esa bala que ayer fue motivo de celebración para unos, mañana será motivo de fiesta para otros, solo por no estar de acuerdo. No se engañen: en esta pelea sin cuartel todos estamos perdiendo.
Hoy debemos tenderle la mano a los valiosos niños y jóvenes que hoy sufren la avalancha de mensajes de resentimiento en redes sociales, los inundan de tristeza, les dicen que es imposible superarse, los desilusionan sobre el futuro y les inculcan que nadie los quiere y que deben vengarse de quienes creen responsables de sus carencias -pocas o muchas-. Nadie les ha enseñado que sus abuelos y padres, con patrones morales, éticos y legales, mejoraron sus condiciones de vida y disfrutaron de su familia y sus logros. Es urgente alejarlos de esos mensajes envenenados y enseñarles el valor de la vida, la dignidad, el trabajo honrado y la infinita cantidad de opciones que existen para ser feliz.
También debemos preguntarnos quiénes están detrás de cada semilla de resentimiento y odio. Porque esta siembra tendrá inevitablemente efectos en la política decente y en la elección de los verdaderos líderes: aquellos que comprenden que la seguridad es la garantía de la vida, que la democracia es la que otorga la libertad y que la justicia y el desarrollo son para el bienestar de todos.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente