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A Gustavo Petro no lo está derrotando la derecha, ni los medios, ni la “oligarquía bogotana”. Lo está derrotando su propio Gobierno. Lo desgastan las peleas internas, los discursos cruzados, la descoordinación permanente y la incoherencia entre lo que dice, lo que tuitea y lo que hace. A su alrededor se ha instalado un gobierno que vive a punta de sobresaltos, de improvisaciones y de pulsos entre sus propias fichas.
Es como si gobernar en el caos no fuera una falla, sino un estilo. Una manera de hacer sentir que todo está en disputa, que todo puede arder. El problema es que mientras el Presidente juega ajedrez ideológico en redes, el país se llena de humo, la gente pierde el rumbo, y quienes deberían tomar decisiones se dedican a desmentirse entre ellos o a lanzarse dardos en público.
El episodio más reciente lo protagonizaron el director de la Ungrd, Carlos Carrillo, y el jefe de gabinete, Alfredo Saade. Mientras Carrillo intenta sostener el tono institucional en medio de la crisis del fiscal, política y de discurso del gobierno, Saade grita “¡reelección!” a la salida del Congreso, como si fuera el animador de una tarima. Lo que vino después fue un merecido “tatequieto”. Carrillo lo llamó showcito. Y lo es. Aunque es una puesta en escena donde muchos han decidido tener su propio rol y cada uno quiere el protagónico.
Saade no está improvisando. Está leyendo el libreto. El libreto del que se empodera con el silencio del presidente, que cada vez premia más a quienes lo aplauden sin filtro y castiga a quienes lo contradicen con argumentos.
Es que esto no es nuevo, es lo que vimos desde los primeros meses, ese fue el destino de Alejandro Gaviria, Cecilia López o José Antonio Ocampo, políticos del ala moderada, que salieron por la puerta de atrás. Luego vendrían más salidas: Bolívar, Muhamad, Jorge Rojas, y recientemente Laura Sarabia, su mano derecha. Todos, de una forma u otra, quemados por las brasas internas de un Gobierno que no tiene centro ni método.
Petro no gobierna con gabinete, gobierna con entorno. No lidera con estructura, lidera con relato. Y eso, que puede ser eficaz en campaña, es letal en la gestión. Porque los países se gobiernan con decisiones. Y las decisiones requieren orden, equipo y confianza.
Mientras los discursos radicales se vuelven la voz oficial, las voces sensatas se apagan. Se convierte en normal que el ministro de Justicia y el comisionado de Paz se contradigan públicamente, que un jefe de gabinete actúe como activista y que quienes piden mesura sean señalados como traidores del proyecto.
Y sí, Petro sigue culpando a los de afuera. A los medios, a la derecha, al Congreso, a la historia, al pasado, al “sistema”. Pero nunca mira hacia adentro. En este gobierno no hay hoja de ruta: hay frases. No hay consensos: hay consignas.
Gobernar no es resistir. No es responder cada crítica como si fuera un ataque personal. No es repetir viejos enemigos para alimentar nuevas frustraciones. Pero Petro parece convencido de que mientras más ruede el caos, más firme queda su figura. Como si todo lo que no funcione fuera culpa de otros. Como si su palabra fuera infalible y su entorno, incuestionable.
Gobernar en clave de caos puede servir para mantener viva la narrativa de lucha. Pero no para sacar adelante un país que necesita algo más que un buen show.
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