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Para que la seguridad sea sostenible, si bien es importante reforzar la fuerza pública, esta debe ir acompañada de justicia social, servicios esenciales y presencia estatal efectiva en todas las regiones. Es un principio irrefutable, porque sin oportunidades reales y sin una presencia integral del Estado, la marginalidad y el resentimiento prosperan y ningún despliegue militar por sí solo podrá sostener la paz.
El Catatumbo lo demuestra: pese a los cerca de 15.000 efectivos militares desplegados en 2023, en 2024 hubo más de 44.000 desplazados y en los primeros seis meses de 2025 suman 56.000. A través del Pacto Social por la Transformación Territorial del Catatumbo, el DNP destinó $1,4 billones, de los cuales $106.000 millones dentro del plan de sustitución de cultivos ilícitos, pero ese hecho aislado tampoco resuelve la compleja situación.
Además, en el marco del estado de conmoción interior de 2025, se entregaron transferencias monetarias por $1.187 millones a 5.164 adultos mayores desplazados, la Unidad para las Víctimas destinó más de $14.132 millones en asistencia humanitaria y el Ministerio de Educación comprometió $284.000 millones para fortalecer la educación en la región. No se puede decir que el problema sea únicamente la falta de recursos -nunca serán suficientes frente a la magnitud del desafío-, sino que el verdadero reto es que estos lleguen de manera efectiva, rápida y transparente a los territorios y logren transformar realidades.
Entonces ¿cómo es posible que con más tropas en el Catatumbo y con billones en inversión, la región siga siendo uno de los mayores enclaves de coca del país?
Las razones son múltiples y de larga data. La más reciente -y que deja lecciones para el presente y el futuro- tiene que ver con la “paz total”, que sin verificación efectiva dio sustento político a criminales, permitiendo tiempo y espacio a los grupos armados para expandirse y reclutar. En ausencia del Estado, estos asumieron funciones de justicia y control social, consolidándose como autoridad de facto.
El incentivo económico permanece intacto, con cerca de 45.000 hectáreas de coca -alrededor de 12% del total nacional según Unodc-, el Catatumbo sigue siendo un enclave estratégico del narcotráfico. Los programas de sustitución, mal diseñados y sin opciones reales de mercado, fracasaron, y la falta de coordinación institucional profundizó el vacío.
Así, la ausencia de decisiones firmes para confrontar a los ilegales y la implementación de políticas débiles e ineficaces permitieron que crecieran un 45% en el país -21.958 integrantes, con fuerte presencia en Norte de Santander- y se consolidaran como “el Estado” en los territorios.
Hoy, en un contexto electoral, el mensaje debe tener mayor contundencia, por lo que los candidatos no pueden hablar solo de incrementar la fuerza pública, aunque hay que hacerlo, y con determinación, para poder atacar al narcotráfico y a las bandas criminales. También es indispensable proponer cómo llevar educación, salud, infraestructura y oportunidades económicas a las regiones, así como garantizar que cada peso invertido se multiplique en impacto social.
Colombia tiene la capacidad de cambiar su historia, pero solo si transforma la seguridad en un proyecto colectivo, integral y sustentable tendremos, de una vez por todas, la posibilidad real de alcanzar la paz.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente