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Colombia vive, según los números oficiales, un momento de aparente dinamismo. El consumo privado creció cerca de 5% en el último año, los centros comerciales siguen llenos y las ventas de vehículos mantienen cifras sorprendentes en un país donde el salario mínimo mensual es de US$350 al mes. La paradoja es evidente: ¿cómo puede gastarse tanto cuando la economía formal apenas crece y el desempleo se mantiene en dos dígitos? La respuesta es incómoda: este boom de consumo es artificial, sostenido por el gasto público y la economía ilegal, dos pilares frágiles y peligrosos.
El Estado se ha convertido en el gran animador de esta pantomima macroeconómica. Con un déficit fiscal cercano a 6% del PIB y una deuda pública que ya roza 60% del PIB, el gobierno ha inyectado dinero en subsidios, burocracia y programas asistenciales que mantienen la ilusión de prosperidad. No es inversión en infraestructura ni en ciencia y tecnología; es gasto corriente, puros esteroides económicos para comprar tiempo político.
El segundo motor es todavía más sombrío: el dinero ilícito. La Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito estima que en Colombia se producen más de 1.500 toneladas de cocaína al año. Según un cálculo de Andrés Felipe Arias esta cosecha anual podría valer hasta US$18.000 millones, cifra aterradora, que, recortada a la mitad, sigue siendo espeluznante. A lo que habría que sumarle otros US$3.000 millones de exportaciones de oro, la mayoría ilegales. La avalancha de dólares, lavados en construcción, comercio y hasta en fintech, se filtra como gasolina en la economía local. No hay que ser ingenuos: buena parte de los restaurantes atiborrados y de las camionetas último modelo en las calles son el rostro visible de un país que ha normalizado vivir de la ilegalidad.
Mientras tanto, la inversión privada formal -la que debería apuntalar el crecimiento de largo plazo- se desploma. Esta no llega a 17% del PIB, la cifra más baja desde la crisis de 1999. La inversión extranjera directa en sectores no minero-energéticos cayó más de 20% en el último año (y lo lleva haciendo en los últimos tres). Los empresarios locales, atrapados entre la inseguridad, la incertidumbre tributaria y la falta de confianza, prefieren congelar proyectos antes que arriesgar capital. Nadie construye futuro sobre un terreno movedizo.
El cuadro general es inquietante. La economía colombiana gasta más de lo que produce, se sostiene sobre dineros oscuros y expulsa a la inversión productiva. Esta economía, que el gobierno aplaude, es como una rumba maluca donde el trago lo provee la deuda pública y el crimen organizado. El próximo gobierno, sea el que sea, no tendrá más alternativa que cerrar la llave. Cuando lo haga quedará el guayabo: déficit insoportable, desconfianza estructural e instituciones corroídas. El verdadero problema no es que Colombia viva un boom de consumo; el problema es que ese boom es de humo, y el humo, tarde o temprano, se disipa.
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