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Analistas 07/12/2019

Las expresiones de inconformidad

Gustavo Moreno Montalvo
Consultor independiente

En 1945, solo Argentina y Uruguay tenían clases medias sólidas en Hispanoamérica. Los demás países eran de mayorías rurales y analfabetas. La protección a la producción nacional facilitó el tránsito a sociedades urbanas con crecimientos importantes, pero también con fricciones sociales, reflejo de la natural tensión entre capital y trabajo en contextos de baja productividad. Se conservaron las instituciones políticas de inspiración norteamericana, bajo el sofisma de la separación de poderes, con distintos esquemas de repúblicas unitarias o federales, pero en todos los casos con régimen presidencial. En los países andinos no se profundizó la integración económica porque requería reconocer la conveniencia de buscar la unión política, con pérdida de poder para quienes incidían cada país.

La transformación social desde el fin de la segunda guerra fue dramática. En Colombia la población se quintuplicó entre mediados del siglo pasado y hoy, la expectativa de vida aumentó veinte años, la proporción de población rural pasó de casi tres cuartos a un quinto del total, el analfabetismo se redujo de la mitad de la población a proporciones ínfimas, y la globalización abrió nuevos ámbitos de referencia para las familias. Las circunstancias de la economía mundial en los ochenta obligaron al país a abrir su economía para evitar crisis cambiarias y buscar mayor eficiencia en la asignación de recursos escasos. En medio de la revolución social que tomó medio siglo irrumpió el narcotráfico y encontró un Estado vulnerable. La guerra que se desató incluyó la toma del Palacio de Justicia en 1985, con el apoyo del M-19 y el sacrifico de los magistrados, el asesinato del candidato Luis Carlos Galán en 1989, el impulso a la séptima papeleta con la complicidad de César Gaviria y la Asamblea Constituyente de 1991 para suprimir la extradición, propósito que se logró hasta 1997, y el auge de la coca y su procesamiento, cadena de valor que hoy suma cerca de 2% del PIB.

La baja productividad de los servicios estatales, incluidos el legislador y la justicia, ha sido obstáculo decisivo para el crecimiento rápido y sostenido. Preocupan la incapacidad del Estado para hacer efectivo el monopolio del poder coercitivo, el hecho de que el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad en la distribución del ingreso, sea igual antes y después de impuestos, como se registró al terminar la administración de Juan Manuel Santos, la escasa autonomía regional, y la incapacidad para mitigar la corrupción mediante procesos públicos sencillos y eficaces.

Nuestra democracia es vulnerable a la demagogia. Es frágil: sus raíces históricas, fundadas en las guerras del siglo XIX, se disolvieron en el ámbito de la posmodernidad. Los valores urbanos prevalentes no se reflejan en forma adecuada en la vida cotidiana de la población, con solo 30% de clase media, proporción similar debajo de la línea de pobreza y casi todo el resto en situación vulnerable. Las expectativas desatadas por la transformación social no se materializan con malas instituciones públicas, que producen crecimientos mediocres y no crean oportunidades. No hay norte claro: el sesgo ideológico prevalente lleva a definir estrategias desde el gobierno nacional, y no desde las ciudades región, con flexibilidad, visión de largo plazo, y prioridad para la educación, camino para la igualdad de oportunidades.

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