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La participación de los ingresos fiscales en el Producto Interno Bruto durante el Gobierno del presidente Gustavo Petro se ha conservado, en tanto que la participación de los egresos ha aumentado casi tres puntos porcentuales.
Sin embargo, lo más grave no es la brecha creciente, sino la discutible calidad: han aumentado los gastos que no producen beneficios ulteriores, y se han reducido los aportes efectivos a la salud, la infraestructura, la educación y la construcción de conocimiento.
El asunto comenzó mal, con la reforma tributaria que presentó José Antonio Ocampo para aumentar ingresos con medidas discutibles. Caben tres ejemplos: (1) el impuesto permanente al patrimonio, producto de ahorro en períodos anteriores y fuente de ingresos gravados en el futuro; (2) el aumento del impuesto a los dividendos, que desestimula la inversión y es doble gravamen, porque la renta a distribuir ya ha sido gravada; (3) las tasas discriminatorias para las rentas en hidrocarburos socavan la competitividad del país en ese subsector, ya desestimulada por la decisión de no abrir nuevos espacios a la exploración.
Otro paso en dirección equivocada fue el impulso a la reforma constitucional para aumentar la redistribución de ingresos corrientes de la Nación sin especificar qué responsabilidades adicionales asumirían las entidades territoriales, de las cuales se liberaría el gobierno central; descentralizar es laudable, pero el ordenamiento existente no es adecuado.
Debería haberse aprovechado la ocasión para establecer las regiones que la Constitución ha previsto, y suprimir los departamentos. Se opondrán siempre las burocracias politiqueras del orden departamental, pese al limitado papel de los departamentos: más de 800 municipios están certificados para recibir su cuota en forma directa del Ministerio de Hacienda y la dimensión financiera de capitales excede con creces la de sus departamentos.
Suspender la regla fiscal, que busca evitar el excesivo endeudamiento, es errado hoy. La decisión se basa en la desmesura del mismo Gobierno Nacional, y viola un principio del derecho según el cual a nadie se debe permitir aducir su propia torpeza para su beneficio.
La regla sería innecesaria si el país se orientara a crecer en forma rápida y sostenida: aumentaría el valor del trabajo, se reduciría la pobreza y, por ende, la deuda social producto del modesto crecimiento histórico, cabría más gasto social, más focalizado y eficiente, se impulsaría la inversión necesaria para aumentar la productividad, y el país podría participar en las epopeyas de la humanidad: la atención a lo ambiental y las respuestas al envejecimiento y la automatización.
Crecer requiere simplificar en forma radical las reglas tributarias para inducir uso eficiente de recursos escasos y evitar preferencias improcedentes.
Ahora el Gobierno anuncia presupuesto con aumento del gasto sin fuentes de financiación, y propone más exacción con nueva reforma tributaria, pese a que los impuestos ya son muy elevados. No demuestra capacidad crítica para hacer eficiente lo público.
La situación invita a revisar en forma ordenada el Estado colombiano en su totalidad, con apoyo en métodos comprobados para reorganizarlo sin destruir lo valioso, pero el Presidente culpa a sus subordinados por la escasa ejecución de tareas específicas, y no reconoce ser responsable del caos en la gestión. Esa no es forma de liderar en crisis.
Este proyecto propone un nuevo pacto fiscal para la sociedad colombiana, medidas progresivas en tributación y busca reducir la desigualdad para salir del vergonzoso lugar de ser uno de los más desiguales del mundo.
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Las del 2026 podrían calificarse como las elecciones más sensibles de los últimos tiempos. Con una Colombia que decidió darle una oportunidad al progresismo y recibió, a cambio, cambios que dejan mucho que desear