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Analistas 24/01/2017

Una ‘fiesta’ con los días contados

Diego A. Santos
242 Media Director No Ficción
La República Más
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Desde que tengo uso de la memoria, los toros han sido parte de mi entorno. Mi abuelo, el periodista Hernando Santos, fue un enamorado de la ‘fiesta brava’ y nos heredó a tíos y a nietos la pasión por el toreo.

Nada como esas sobremesas que él encabezaba el día antes de la corrida, o después de ella, con toreros, ganaderos, cantantes, familia y amigos. O qué decir de aquellas tertulias interminables que realizaba en su casa, en un ambiente muy bohemio con figuras de toda España, durante la temporada taurina bogotana.

Aquellos eran otros tiempos, los tiempos del abuelo, cuando las becerradas eran el gran plan, con las alegrías del vino y del jerez. Cómo olvidar el olor a campo, a puros, o cómo no evocar la música gitana que tanto le gustaba oír por Radio Olé, emisora española que siempre sintonizaba en su radio negra pequeñita cuando viajaba por las carreteras de España. “Con la larga cordobesa, Rafael llévate al toro”, recitaba Gabriela Ortega por el transistor. 

La mística de aquellos toreros como Espartaco o Manzanares, por no mencionar a las figuras de los años 50, 60 o 70, que venían a la gira de ‘Las Américas’, era surreal. La tauromaquia significaba algo.

Todo eso lo viví yo. Además porque mi infancia fue en Sevilla. A César Rincón lo vi en la Maestranza, cuando estuvo a punto de abrir la Puerta del Príncipe. Lloré cuando salió por quinta vez la Puerta Grande de Las Ventas. Vi en vivo y en directo cuando Cabatisto le rasgó a Montoliu su vestido verde oliva y azabache y le partió el corazón por la mitad.

Los toros marcaron mi infancia, y sobre todo la relación con mi abuelo. Sin la tauromaquia no podría explicarles a mis hijas el profundo e indeleble amor que sentí por él. Pero mi abuelo ya no está, y pese a que no pasa un día en el que no me acuerde de él, sé que los tiempos cambian. 

El misticismo murió. Esas largas sobremesas en La Barra han dado paso a una parada técnica en Chopinar, como si uno fuera a ver un Santa Fe-Millonarios. 

Los aficionados de hoy probablemente no saben qué es El Cossío y sus argumentos en defensa del toreo son tan majaderos que a uno le dan pena ajena. Hoy ya no se oye a la Pantoja o a la Lola Flores antes de ir a la corrida, sino a Maluma.

Las sociedades evolucionan. Todo aquello que fue el toreo, lo que lo rodeaba, ya no existe. El Juli no es ningún Espartaco, ni Roca Rey es César Rincón. Tan es así que el legendario locutor Manolo Molés ya no es la voz de la Cadena Ser. Lo reemplazó un desconocido todavía con gallos en la voz.

Yo no soy antitaurino, pero hoy soy más sensible que ayer. Veo crueldad en el ruedo, sevicia en los ojos de los ‘aficionados’, desconocimiento del pasado y, sobretodo, del presente. 

No quisiera que mis hijas fueran a la plaza. El legado taurino de mi abuelo será un recuerdo de los dos, pero el legado que yo le deje a mis hija será otro, el del cine, el de los vídeos digitales, qué se yo. Sea lo que sea, el de los toros no.

Personas como yo, para quienes la tauromaquia representó algo muy importante en sus vidas, hay muchas. Tratar de acabar los toros por la fuerza es ilógico. A la fuerza nada funciona. Que salgan ahora unos políticos oportunistas a tomarse fotos con los antitaurinos en Bogotá es vomitivamente populista. ¿Por qué no lo hicieron en las Ferias de Cali o Manizales? ¿Allá no es tan mediático?

A ver si éstos, en vez de salir a hacerse selfies cuando se aproximan las elecciones, se ponen serios y legislan sobre el tema. O que la Corte Constitucional se amarre los pantalones, entienda nuestros tiempos y las acabe de una vez por todas

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