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El fin de semana estuve con mi hermano de 13 años y sus amigos del colegio. Nunca lo había visto interactuar con ellos, y me sorprendió -además de no entender del todo sus bromas centennials- la facilidad con la que se reían por cualquier cosa. Sus carcajadas eran tan espontáneas que terminaron siendo contagiosas, y me hicieron recordar esas risas que terminan en lágrimas o con dolor de estómago. Pensé entonces en cómo esa ligereza, esa alegría compartida, también podría tener un lugar en espacios que normalmente consideramos más serios, como el trabajo.
Una investigación de la profesora Sigal Barsade, de la Universidad de Yale, titulada The Ripple Effect: Emotional Contagion and Its Influence on Group Behavior, demostró que la alegría y la cordialidad entre miembros de un equipo de trabajo se contagian más rápidamente que emociones como la irritabilidad o la tristeza. El estudio reveló que este contagio emocional puede darse incluso sin necesidad de palabras, influyendo de forma significativa en el ánimo y comportamiento del grupo.
Está comprobado que el estado de ánimo de quienes nos rodean en el entorno laboral influye directamente en nuestra productividad. Según el estudio, las emociones positivas no solo fomentan la cooperación, sino que también reducen los conflictos y mejoran la percepción del desempeño. El optimismo, en particular, impulsa actitudes más colaborativas, justas y eficientes dentro de los equipos.
Otras investigaciones, como la del psicólogo Daniel Goleman, experto en inteligencia emocional, han demostrado que incluso en reuniones breves (de no más de dos horas) las personas tienden a sincronizar su estado de ánimo con quienes las rodean. Si el ambiente es positivo, esa energía se propaga igual; pero si domina el mal humor o el pesimismo, todos terminan saliendo con esa misma carga emocional.
En el trabajo convivimos con todo tipo de colegas: los que nos hacen reír, los que siempre están inconformes, los alegres, los apáticos y también quienes prefieren limitarse a cumplir sin relacionarse. Compartir el día a día con un grupo de personas no solo afecta nuestro estado de ánimo mientras trabajamos, sino también la forma en la que regresamos a casa.
Por eso, en esta nueva columna los invito a reflexionar sobre el tipo de contagio emocional que promueven. La próxima vez que vayan camino a una reunión de equipo, pregúntense: ¿Qué energía estoy llevando conmigo? No se trata de fingir sonrisas ni de forzar un buen ánimo constante (eso se nota de inmediato), pero sí de recordar que la risa, cuando es genuina, genera confianza, distensión y puede suavizar incluso los momentos más tensos.
Esto no significa que tengamos que fingir estar bien cuando nos sentimos frustrados, agobiados o estresados. Las emociones negativas también son válidas y necesarias. Pero sí es importante reconocer que la manera en que enfrentamos las tareas y los problemas tiene un impacto en quienes nos rodean. Elegir una actitud más abierta, empática u optimista, cuando sea posible, no solo mejora nuestro día, sino que puede transformar el ambiente del equipo.
A veces, un simple gesto como una sonrisa o una escucha atenta puede marcar la diferencia: mejor ser esa presencia que suma, que alivia, que contagia algo bueno, que convertirse en la nube negra que todos quieren evitar.