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Analistas 27/02/2024

Vencer o convencer

Carlos Ronderos
Consultor en Comercio y Negocios Internacionales

Se le atribuye a Aristóteles la máxima que “la política es el arte de lo posible” y si bien este camino puede ser frustrante, ya que lo posible no necesariamente es lo deseable, no podría descartarse que lo deseable pueda convertirse en posible, y eso implica que además de ser el arte de lo posible, es la capacidad de convencer para hacer posible lo deseable. Esto, que suena como un juego de palabras, tiene un profundo sentido en el avance de las nuevas ideas y las transformaciones en las democracias.

En las sociedades existe una natural resistencia al cambio, ya que todo cambio genera incertidumbre y zozobra, y la gente se siente tranquila con el statu quo, salvo que ese estadio se haya convertido en un infierno para la gran mayoría, lo que provoca el levantamiento y los movimientos revolucionarios. Eso ha sucedido tanto en la antesala de la revolución francesa como en la revolución bolchevique, y en ambos casos con resultados poco halagüeños, ya que condujeron a situaciones contrarias a las deseadas, ya que mientras en el primer caso el hastío con la monarquía resultó en el surgimiento de un emperador que sacrificó millones de vidas en su afán imperial, en el segundo la decadencia de los zares desembocó en la atroz dictadura estalinista. Ni que hablar de las revoluciones latinoamericanas, tanto en el caso de muchas de las gestas independentistas que resultaron en un cambio del opresor hispánico por déspotas criollos, como en las más recientes en Cuba, Nicaragua y Venezuela que en aras de la lucha contra la pobreza y el imperialismo han sumidos sus pueblos en la miseria y la opresión.

La pregunta que surge es por qué esos movimientos, justificables y legítimos en sus orígenes se convierten en monstruos y demonios de peor especie que aquellos que pretendían exorcizar. Porque una causa noble se convierte en una tiranía y solo en pocos casos hacen tránsito a sociedades mas justas y democráticas y pienso que la razón se encuentra en la misma naturaleza ideologizada de esos procesos en los cuales su misión es ante todo vencer. Vencer al establecimiento, vencer al antiguo régimen e imponer la nueva historia, aquella que en virtud del desespero popular se impone como única legítima, borrando todo vestigio de lo que les antecedió. No hay dudas de que en las sociedades se requiere vencer, pero lo que hay que vencer se mueve fuera del espectro de la política y se sucede en el campo de la delincuencia.

Es entonces la resistencia al cambio en situaciones extremas la que lleva a estos excesos, pero contrasta con ese camino aquel que toman las sociedades modernas y democráticas en las cuales el cambio se da gradual y es posible en el ejercicio de la política con P mayúscula, en los cuales no caben las obstinaciones ideológicas ni las expresiones autoritarias tan frecuente en aquellos líderes, que como los reyes que se creían ungidos por Dios y que su palabra era divina, se sienten ungidos por un pueblo y con un mandato que hace que la suya sea la única verdad posible.

Mucho de eso sucede en el vecindario y algo de eso sucede en nuestra patria. Cuando se quiere vencer por cualquier medio artimaña a quien no comulga con la verdad sagrada del jefe de Estado, se pone en riesgo la democracia y resulta traumático, más existiendo el camino alterno de convencer y dejarse convencer. Convencer al adversario de la necesidad del cambio y dejarse convencer de hasta dónde este cambio no necesariamente logra su objetivo.

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