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Tras la publicación del Marco Fiscal de Mediano Plazo, tanto los analistas económicos como las calificadoras de riesgo internacionales hemos seguido con atención el rumbo de los principales agregados fiscales. Por primera vez desde septiembre de 2015, estos indicadores muestran señales preocupantes, comenzando por la composición de la deuda del Gobierno Nacional Central, GNC, cuya proporción en pesos ha superado 50%. Este hito financiero, aunque técnico en apariencia, plantea una pregunta de fondo: ¿estamos ganando soberanía monetaria o simplemente reconfigurando los riesgos? A partir de este interrogante, enfocaré mi análisis.
Al corte de mayo de 2025, las obligaciones del GNC en moneda local representaron 50,27% del total, apenas por debajo del récord histórico de hace casi una década (50,33%). Si se suman las obligaciones indexadas a la UVR, la proporción en moneda interna llega a 68,56%, el nivel más alto desde septiembre de 2018. En contraposición, la deuda en divisas se redujo a 31,44%, el punto más bajo en casi seis años. Estos números no emergen en el vacío.
Entre 2016 y 2019, la deuda en pesos osciló entre 47% y 49%. Pero a partir de 2020, en plena crisis del covid-19, el Ministerio de Hacienda y Crédito Público giró hacia el financiamiento externo, con una ponderación en pesos que descendió hasta 40%. Bonos globales y líneas del FMI fueron los salvavidas de emergencia. Desde finales de 2022, sin embargo, el panorama cambió, las necesidades de financiamiento se redujeron y el Gobierno recompuso la mezcla de fuentes, aumentando progresivamente el peso de la deuda interna.
En 2022, 76% del financiamiento vino en pesos. Para 2023, la proporción cayó a 61%, y en 2024 subió de nuevo a 70,9%. Según el Marco Fiscal de Mediano Plazo, este año 68% del endeudamiento provendrá de fuentes en moneda local. Desde el punto de vista macroeconómico, aumentar la deuda en pesos tiene sentido, reduce la exposición a la volatilidad cambiaria, disminuye el costo de cobertura y fortalece la capacidad de maniobra del Banco de la República. No obstante, no es una panacea. Financiarse localmente también tiene costos, dado que eleva la presión sobre el mercado de TES, pues puede aumentar las tasas de interés internas y, eventualmente, crear distorsiones en el mercado de deuda y absorber recursos que podrían destinarse a inversión productiva.
Por esto, surge entonces un dilema: ¿debería Colombia mantener esta ruta de “pesificación” de la deuda, o diversificar sus fuentes para mitigar riesgos internos? Apostarle por completo a lo local puede sonar soberano, pero también puede derivar en rigideces fiscales, sobre todo si los ingresos tributarios no crecen al mismo ritmo. Una solución prudente podría ser la diversificación inteligente, mantener una base sólida de deuda en pesos, pero sin abandonar por completo el financiamiento externo, especialmente en condiciones favorables. Además, el éxito de esta estrategia depende de que la política monetaria acompañe el proceso con tasas estables, control inflacionario y señales claras al mercado, lo cual según las condiciones actuales puede estar sobre las ruedas.
El hito de mayo 2025 no debería ser motivo de euforia, sino una invitación a la reflexión, pues Colombia está reconfigurando su matriz de deuda, pero aún no puede darse el lujo de relajar su disciplina fiscal, lo cual con la confirmación de la cláusula de escape ya se realizó. En tiempos de alta sensibilidad financiera global, cambiar la composición de la deuda es solo una pieza del rompecabezas. Lo demás -sostenibilidad, confianza e inversión- sigue estando en juego.
El primer daño es el tránsito de la búsqueda genuina de la verdad hacia la imposición de la posverdad, donde los hechos dejan de importar y son reemplazados por narrativas conveniente