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Existe una confusión peligrosa en el debate público colombiano: creer que todo encuentro, evento o conversación es, por definición, un ejercicio democrático. No lo es. La democracia no se define únicamente por el procedimiento, sino por la sustancia moral que protege. Y cuando esa sustancia se diluye, el diálogo deja de ser virtud para convertirse en rendición.
La democracia no existe para legitimar cualquier proyecto político, sino para limitar el poder y proteger derechos que no pueden ser objeto de negociación, porque sin ellos no hay democracia: la libertad, la propiedad privada y el Estado de Derecho. Cuando un actor político cuestiona esos pilares, no estamos frente a “una idea distinta”, sino frente a una negación del marco que hace posible la convivencia democrática.
Iván Cepeda no encarna una discrepancia legítima dentro del orden liberal; encarna su negación. Allí donde la democracia liberal ve límites al Estado para proteger al ciudadano, sus ideas ven el Estado como instrumento para subordinar al individuo. No propone una alternativa dentro de la democracia liberal: propone reemplazarla. En su visión, la propiedad privada y la empresa no son derechos que el Estado deba proteger, sino concesiones que pueden restringirse, condicionarse o castigarse cuando no se alinean con el proyecto político. Esa es la antítesis de la libertad. Cepeda no representa un “matiz” dentro de la libertad, sino un proyecto de supremacía del Estado sobre el individuo. Y esa inversión -del ciudadano como fin al ciudadano como medio- es incompatible con la democracia liberal, que existe precisamente para impedir que una mayoría circunstancial o un caudillo dispongan de la vida, el trabajo y el patrimonio de los demás.
Pretender que con un proyecto así existe un “diálogo democrático” simétrico es un error conceptual profundo. El pluralismo democrático funciona cuando las diferencias se dan dentro de un acuerdo básico sobre derechos. Cuando una de las partes busca subordinar esos derechos al poder político, el diálogo deja de ser entre iguales.
Cepeda es heredero y defensor de la gran estafa del socialismo latinoamericano: una doctrina que prometió el paraíso en la tierra y produjo miseria; que, en nombre de la igualdad, creó castas políticas obscenamente ricas; y que, predicando justicia social, consolidó regímenes represivos. Los referentes importan porque revelan el fin último, y la admiración por dictadores no es un detalle retórico, sino una señal moral.
El colectivismo empobrecedor no avanza solo por la fuerza de los saqueadores, sino por la culpa moral de los productores. Al socialista le basta con convencer al empresario de que es moralmente sospechoso. Por eso, un empresario no debería participar en espacios que legitiman a quienes quieren destruirlo. No porque el diálogo sea indeseable, sino porque no todo interlocutor es democráticamente válido. Confundir decencia con pluralismo es la forma más rápida de vaciar la democracia por dentro.
Nada de esto implica renunciar a la democracia. Todo lo contrario. A estos proyectos no se les derrota con violencia, censura ni exclusión arbitraria, sino con votos, con argumentos y convenciendo a cada colombiano del peligro que representan sus ideas. Pero para derrotarlos, primero hay que dejar de legitimarlos. Porque la democracia se defiende poniendo límites claros, no borrándolos en nombre de un diálogo mal entendido.
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Se da más valor a los comentarios de los selfituristas que a lo que te pueda recomendar un profesional que conoce la atracción, el monumento, la ciudad… y la ha visitado unas cuantas veces