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Nos quedan 16 meses para enamorar a Colombia de un nuevo proyecto de país. Una alternativa diferente al presente, marcado por ideas fracasadas, socialismo rancio, constantes ataques, insultos, división y odio; y al pasado, que, aunque trajo algunos avances, no logró el gran salto que Colombia necesitaba, especialmente en crecimiento económico y reducción de la pobreza.
Lo que más ha crecido en Colombia es el tamaño del Estado, y con él, la sed insaciable de la burocracia y los políticos por apropiarse del fruto del trabajo ajeno: los recursos públicos. Un Estado grande y hambriento como el nuestro es un destructor masivo de libertad. Por un lado, necesita apropiarse cada vez más de los ingresos de los ciudadanos mediante impuestos crecientes que confiscan una parte sustancial de su trabajo y ahorro. Por otro lado, crea incentivos perversos para entrometerse más en la vida diaria de las personas. Somos un país hiperregulado, donde emprender e innovar es una hazaña enfrentada a innumerables barreras que frenan el crecimiento económico y ahuyentan cualquier posibilidad de progreso.
Ese mastodonte estatal ha transformado a la sociedad colombiana en víctimas de su propia dependencia. Hoy, los colombianos no conciben soluciones a problemas que no incluyan la intervención del Estado. Estudiantes exigen educación gratuita y estatal, ignorando su pésima calidad y el control ideológico que esta conlleva. Los más pobres ven en los subsidios su única manera de sobrevivir, convirtiéndose en esclavos del asistencialismo. Incluso los empresarios, que deberían ser defensores del mercado libre, claman por más intervención estatal: aranceles, subsidios proteccionistas, regulaciones que eliminan la competencia y licencias exclusivas que los blinden de la innovación.
La respuesta natural a este escenario no es otra que el socialismo, el populismo y la demagogia. Cuando una sociedad se acostumbra a depender del Estado para todo, clama por líderes que prometen soluciones fáciles, rápidas y supuestamente gratuitas. Estos caudillos venden la ilusión de igualdad y justicia social mientras consolidan más poder, expanden el aparato estatal y sofocan aún más la libertad. El populismo florece en esta mentalidad, ofreciendo subsidios a cambio de votos. Así, el ciclo de dependencia y mediocridad se perpetúa, sacrificando el futuro de las próximas generaciones en el altar de promesas vacías.
Es por esto que las ideas importan. Es urgente definir qué modelo queremos, qué ideas deben guiar a nuestros futuros líderes políticos y qué les vamos a exigir. Tenemos 16 meses para actuar. Necesitamos enamorar a Colombia de las ideas que realmente transforman vidas: las que permiten que cada ciudadano tenga más dinero en el bolsillo. Ideas que han demostrado ser la clave para enriquecer a las naciones. La fórmula es sencilla y está probada: Colombia necesita libertad.
¿Qué significa esto? Capitalismo de libre mercado, donde las personas puedan prosperar. Respeto profundo por la vida del prójimo y la dignidad individual, reconociendo que cada ser humano tiene el derecho inalienable de decidir sobre su destino. Y un verdadero Estado de Derecho que garantice justicia, seguridad y actúe como un facilitador, no como un estorbo, para el progreso. Es hora de cambiar la narrativa y transformar el futuro de Colombia con ideas claras.