Analistas 18/06/2025

El consenso de la igualdad

Camilo Guzmán
Director ejecutivo de Libertank
Camilo Guzman

El fin de semana estuve en un foro de ideas donde participaron intelectuales, periodistas, políticos y empresarios. Paneles interesantes y voces respetables. Pero hubo algo que me llamó poderosamente la atención: en ninguna conversación escuché a alguien decir que el problema de fondo en Colombia es la pobreza.

Nadie habló de erradicarla. Nadie se atrevió a poner sobre la mesa que la verdadera tragedia nacional es que millones se acuesten a dormir con hambre. Lo que sí escuché, una y otra vez, fue que “el gran problema de Colombia es la desigualdad”. Se repitió en todos los espacios. La palabra “desigualdad” funcionaba como una explicación universal: para la violencia, la corrupción, la desconfianza, incluso para justificar las emociones del país. Y la mayoría asentía. Porque en la narrativa dominante lo moralmente correcto, lo socialmente aceptable, es hablar de desigualdad. Ese discurso, aunque disfrazado de buenas intenciones, es peligrosamente equivocado.

La desigualdad (diferencia) es una consecuencia natural de una sociedad libre, donde las personas -por definición distintas- toman decisiones distintas, se arriesgan distinto, producen distinto. Pretender que los resultados sean iguales es ignorar la complejidad de la vida humana. El verdadero problema es la pobreza. Lo injusto no es que unos tengan más, sino que otros no tengan lo suficiente. Lo moralmente urgente no es cerrar la brecha, sino asegurar que todos tengan el suelo firme para despegar.

Pero aquí hemos invertido los principios. Se condena la riqueza en lugar de estudiar cómo se crea. Se glorifica la redistribución en lugar de expandir las condiciones que permiten prosperar. Y detrás de todo eso se esconde una falacia: la idea de que la justicia consiste en que todos terminen en el mismo lugar.

La filosofía liberal clásica -de Hayek a Nozick, de Friedman a McCloskey- ha demostrado que la igualdad impuesta, en cualquiera de sus formas, termina colapsando sobre sí misma. Porque para igualar resultados, el Estado debe intervenir en cada transacción, corregir cada diferencia, imponer criterios arbitrarios de “justicia” y, en el camino, anular la libertad. Cualquier patrón de distribución -por más justo que parezca- será deshecho por las decisiones libres de los individuos. La única forma de mantenerlo es arrebatando a unos el fruto legítimo de su esfuerzo para entregárselo a otros. Y eso no es justicia. Es coacción.

La única igualdad que importa es la igualdad de permiso: que nadie necesite autorización para actuar dentro de los límites del respeto mutuo, que cada individuo pueda decidir libremente cómo vivir, qué producir, qué intercambiar. Es la libertad de intentar, no la garantía de resultado. Y eso solo es posible cuando hay igualdad ante la ley: que no existan privilegios legales y que las reglas sean las mismas para todos. Lo demás es ingeniería social. Y la historia ha mostrado que cuando la igualdad se vuelve obsesión política, termina igualando hacia abajo. Eliminar la desigualdad no es sinónimo de progreso. Muchas veces es, de hecho, el camino más corto hacia el estancamiento.

Colombia no necesita que todos tengan lo mismo. Necesita que todos puedan tener más. Solo se erradica la pobreza si se genera riqueza. Y el proceso de creación de riqueza, por su misma naturaleza, es desigual: quienes más valor generan, quienes mejoran la vida de los demás, más reciben. La verdadera justicia no es que nadie se enriquezca. Es que nade esté condenado a la pobreza.

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