Al tiempo que se anunciaba el primer acuerdo entre las FARC y el gobierno, concluía en Bogotá un seminario internacional acerca de la manera de valorar adecuadamente los servicios ecosistémicos e incorporar su gestión en las políticas públicas. La relación entre ambos temas no es banal: un tema que tendrá efectos en la construcción de la integralidad de la reforma rural es la sostenibilidad social y ecológica, la capacidad de revolucionar una cultura de producción agropecuaria basada en premisas equivocadas, específicamente las relativas al manejo de la biodiversidad.
Los servicios ecosistémicos son el flujo de beneficios gratuitos o no compensados que sustentan la base productiva de la sociedad, y transitan tanto en el tiempo como en el espacio. Podrían asimilarse a un servicio público no manejado, que históricamente ha estado a cargo de pobladores rurales, aunque en los ecosistemas urbanos también existiría la posibilidad de hacerlo si se invierte en la búsqueda de hábitats más apropiados. Ejemplos de estos servicios son la protección costera que prestan los manglares, la constitución de áreas de desove y crecimiento de “stocks” pesqueros en ciénagas, morichales y varzeas, la oferta de sitios de reproducción para insectos polinizadores de cultivos de importancia comercial, o la salud mental derivada de vivir en un entorno biológico estimulante.
El costo de la inacción en la protección de estos servicios es gigantesco y representa un riesgo concreto y valorable para la sociedad, incluso en términos financieros: se estima en 50 billones de euros las pérdidas anuales en la UE por no mantener una estructura ecológica que provea los servicios críticos para mantener la fertilidad natural de los suelos, prevenir los efectos de la variabilidad climática y garantizar la polinización silvestre de los cultivos, entre otros.
Sacrificar áreas de humedales (manejadas por comunidades de pescadores, por ejemplo) para implantar ganaderías extensivas, cultivos o ciudades es claramente el peor negocio que ha hecho Colombia, sólo por mencionar una de las causas de la crisis social y ecológica que vivimos. Tenemos como resultado una deuda para restaurar estos ecosistemas y el flujo de beneficios que de ellos se derivan, y que no pueden ser reemplazados o apropiados por ningún agente económico privado.
Para continuar con este lenguaje, no valorar adecuada y suficientemente los costos ambientales implica riesgos graves y pérdidas de capital natural que actualmente se estiman en un 13% de la producción mundial. Peor aún, recuperar estas pérdidas es a menudo imposible: el daño supera el valor de la ganancia, como en el caso de las 70.000 ha contaminadas con mercurio en el bajo río Cauca por la minería ilegal. Estas cifras, al combinarse con otros indicadores, como el de vulnerabilidad de las comunidades más pobres ante la degradación ambiental, muestran un panorama crítico para la economía colombiana que no está siendo tenido en cuenta por una visión extremadamente incompleta y anticuada de la planificación.
Si bien en la actualidad se considera que las empresas pueden y deben reducir el riesgo financiero derivado de la destrucción del capital natural, para lo cual se prevé el crecimiento del mercado de compensaciones con un alto potencial para incrementar la operatividad de las transiciones económico-ecológicas tales como reconversión de usos del suelo, innovación en sistemas productivos, restauración y rehabilitación, no se habla mucho de los principales actores de esta revolución rural, campesinos en los que deberá basarse la reconstrucción de la funcionalidad del territorio, de manera que se garanticen los flujos de beneficios ecológicos hacia las ciudades, donde tienden a ser más demandados.
La equidad cada vez toma más el rostro de bienestar rural… Seguramente se requerirá incluso de reformas fiscales “verdes” para redistribuir estos costos, aunque también algunos mecanismos de mercado podrían ayudar: lo cierto es que necesitamos crear lenguajes de negociación económico-ecológicos para la toma de decisiones, de manera que todos los actores de la ruralidad encuentren nuevas oportunidades de garantizar sus modos de vida, transferir beneficios al resto de la sociedad dentro de un esquema de compensaciones justas, y proyectar su futuro hacia un modelo sostenible de producción.
Habría que señalar que esta economía ambiental de la ruralidad colombiana deberá estar en el corazón de la economía sectorial de la producción agropecuaria (se volvería ambiental por definición), pues señala los limitantes y oportunidades de la base natural que la sustenta, creando incluso ventajas competitivas en una globalidad que cada vez demandará más y mejores servicios ecológicos derivados de la biodiversidad, y no tanto materias primas con altos costos ambientales y sociales.