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Analistas 02/02/2014

“La fragilidad ambiental de la cultura”

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Con este título tan contundente presentaba el maestro Augusto Angel Maya (1932-2010), hace ya unos diez años, un compendio breve de su concepción de la viabilidad de nuestras sociedades, relativamente occidentales. Señala en él, caleño, así como en muchas de sus obras dedicadas al pensamiento ambiental, cómo la visión del mundo que hemos construido con base en una mezcla de filosofía griega y monoteísmos imperialistas, permitió hacer del conocimiento científico una especie de religión del desarrollo: al anclar la política en un pseudoracionalismo populista, llenó de optimismo el avance tecnológico, pero sin visión autocrítica. En ello, sostenía, radicaba la imposibilidad de que el mundo moderno reaccionara a tiempo ante la crisis ambiental: una ética del consumismo cortoplacista, resultado de una combinación fatal de mala ciencia y clientelismo tecnocrático, en vez de una construcción de conocimiento humilde, diversificado, centrado en proveer bienestar a toda la humanidad, y contextualizado.

El origen de esa incapacidad de construir buen conocimiento radica, obviamente, en una falla central de la construcción de cultura. Cultura, no sobra aclarar siempre para quienes incluso han perdido el sentido del concepto, no es folclor o artesanía, sino el conjunto completo de ideas y prácticas con que un grupo humano interpreta y proyecta sus actividades cotidianas, con o sin ideas de trascendencia. Detrás de esa incapacidad, argumentaba con sentido común el maestro Angel Maya, estaba la educación, y en particular, la educación descontextualizada, es decir, ajena a las condiciones ambientales de su propia existencia. Todos tenemos que aprender matemáticas, pero la forma de cuantificar los fenómenos universales puede tomar formas muy distintas en la Sumeria del siglo -XX (cuatro mil años atrás), la Francia del XVIII o la Amazonia del XXI. El teorema de Pitágoras es uno, pero sus narrativas son múltiples, y ellas están ligadas al carácter de la tierra, la historia y la gente.

La razón por la cual la educación es generadora de autismo, en lugar de creatividad y conectividad, que son los factores obvios de construcción de inteligencia colectiva, tienen que ver con la competencia intra e intercultural: cada persona o grupo humano defiende, con razón estratégica, que su visión del mundo es la mejor y más conveniente, y busca exportarla, por las buenas o por las malas. Cuatro mil años de conflicto cultural y la incapacidad de Colombia para integrar un modelo de múltiples conocimientos, derivados a su vez de múltiples historias culturales indígenas, afrodescendientes, hispánicas o anglosajonas, árabes y orientales, entre muchas, es también la causa de la incapacidad de hacer gestión ambiental con criterios de pertinencia territorial y ajuste a la más básica de las realidades que tenemos: nuestra megabiodiversidad.

En buena hora la Secretaría Distrital de Ambiente de Bogotá recordó la semana pasada, en el “Día internacional de la educación ambiental”, al Maestro Angel Maya y su obra, y reconoció los aportes de muchas personas a la construcción de un modelo de conocimiento que nos ha de ayudar a reconectar con el mundo y afrontar la devastación que hemos causado por pensar que Colombia no es Colombia sino una mezcla imperfecta de Castilla, Kentucky o las costas del Egeo. Tal vez las redes de recicladores de Bogotá estén conformadas por desplazados e iletrados, pero años de trabajo en las calles los convierten en los mejores conocedores de una de las dimensiones más ilustrativas de la cultura de un pueblo: su basura. Y tal vez las amas de casa o madres cabeza de familia sometidas a abandono y violencia no tengan maestrías o doctorados, pero conocen profundamente la sicología patológica del modelo machista que nos atormenta, y cuando conversan y comparten sus problemas construyen conocimiento acerca del entorno social, sus heridas y con ello, construyen oportunidad para innovar. Los modelos de familia no convencionales no difieren mucho, en ese sentido, de los arreglos colectivos para apropiarse, disfrutar y manejar un humedal en la ciudad, y por ello, son señales de que un nuevo conocimiento está en acción, construido a partir de la experiencia directa del contexto ambiental vital.

La semana pasada estuvo en Medellín, en el “Hay Festival” el conocido etnógrafo y escritor Wade Davis, cuyo libro “Light at the edge of the world” (Douglas y McIntyre, 2013) recalca la necesidad  de valorar y proteger la “etnósfera planetaria”, algo así como la “noosfera” de Verdnasky, aquella capa de la realidad constituida por la interactividad de todas las inteligencias planetarias, la única que puede dar razón de la globalidad.  Pudiera ser que, reconociéndolo, fuésemos capaces de construir un modelo educativo propio, una neurología ecológica y socialmente consistente con la porción de universo que nos ha correspondido disfrutar.

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