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Analistas 09/11/2016

Actualidad transgénica

Brigitte Baptiste
Rectora de la Universidad Ean
La República Más
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Uno de los campos de innovación más debatidos ambientalmente es el de la producción agropecuaria de variedades transgénicas, que cumple más de 20 años. La resistencia y oposición al uso de estas tecnologías oscila entre mitos totalmente infundados, como que consumir productos transgénicos modifica nuestro código genético y preocupaciones acerca del control corporativo de las semillas mundiales o sus efectos a muy largo plazo en la salud y los ecosistemas.

En el más reciente reporte de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos (mayo 2016), se afirma que “no es posible encontrar diferencias entre los efectos de estos cultivos y aquellos modificados vía tecnologías convencionales de mejoramiento, ni en la salud ni en el medio ambiente”, a la par que otros reportes apoyan esta visión en compendios globales independientes (Brookes y Banford, 2016). En el mundo, ONG como ETC y Greenpeace han comentado y rechazado las conclusiones de estos reportes aduciendo riesgos incrementales en tecnologías asociadas como la biología sintética y la pérdida de gobernanza de la producción de alimentos a manos de cada vez menos corporaciones, resultado de la fusión de las que ya eran gigantes (Bayer-Monsanto y Dow-DuPont).

Mientras la expansión comercial de los cultivos transgénicos prosigue sin evidencia del fin del mundo, las resistencias campesinas a estas tecnologías también, más por cuanto las políticas que los promueven contribuyen a reducir un modo de vida rural con tradiciones y valores propios al papel de empresarios que compiten en un mercado perfecto. “Territorios libres de transgénicos” se han declarado en varias partes del mundo y de Colombia como símbolo de esta perspectiva que atañe profundamente los debates acerca del modelo de desarrollo rural en el posconflicto. La evidencia científica acumulada sugiere sin embargo que los impactos de estas biotecnologías han sido positivos y que pese a casos donde las promesas productivas no se han cumplido, estas se explican por razones distintas. 

En temas de biodiversidad es mucho más evidente que son las especies invasoras las que están afectando gravemente los ecosistemas (caracol africano, retamo espinoso, tilapia, perros y gatos ferales) sin que haya activistas protestando. 

Si bien los modelos de producción agropecuaria basados en la homogeneización tienen impactos potenciales devastadores, estos dependen más de consideración explícitas de la complejidad de las relaciones económico-ecológicas y no se reducen a una innovación: la salud de los sistemas ambientales depende de equilibrios a diversas escalas. La expansión de agricultura industrial en la altillanura, por ejemplo, es una oportunidad importante de producción siempre y cuando se diseñen paisajes sostenibles, donde se capturen los beneficios gratuitos que presta la naturaleza cuando se respetan sus umbrales funcionales. Iguales consideraciones hay que hacer con la agricultura campesina, pues los ecosistemas no hacen distinción al respecto.

Como en muchos casos, es la percepción del riesgo la que determina las decisiones de la sociedad, no los resultados de la ciencia. Y esta percepción se construye a través de la educación y el debate abierto e ilustrado, no mediante agendas alarmistas ni de propaganda comercial, donde sigue naufragando la democracia.

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