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Analistas 30/08/2022

La peligrosa moda del progresismo

Andrés Felipe Londoño
Asesor en transformación digital legal de servicios financieros

En los más diversos círculos sociales, desde los salones de las mejores universidades hasta los festivales musicales es un requisito de entrada y un criterio de aceptación social el ser progresista. No es bienvenido quien no se considere un abanderado de la “justicia social”, quien no publicite ampliamente su empatía, quien no cambie las O’s por E’s para neutralizar el género de las palabras, quien no abogue por la reivindicación abstracta de alguna minoría o “los derechos humanos” o quien no critique al capitalismo rampante. Entre más cercana es la fecha de expedición de la cédula, la moda es más pronunciada. Mientras 50,4% del total de los colombianos votaron por la propuesta presidencial progresista, la proporción de los jóvenes menores de 25 años que votaron por ésta fue de 64%.

Esta moda es peligrosa porque es esencialmente irracional, adversa a la evidencia científica e histórica y hostil frente al pensamiento crítico. El sustento del progresismo es la explotación de las frustraciones y rabias humanas, magistralmente segmentada por audiencias específicas, acompañada de una oferta ilimitada de mensajes facilistas para el alivio de toda insatisfacción o dolencia y enemigos imaginarios como el “imperio” o la “élite opresora”. En estos relatos de soluciones absolutas a injusticias abstractas la parafernalia artística y la sobre simplificación apta para redes sociales prevalecen sobre toda base fáctica, análisis de causa-efecto o concreción práctica.

Por ejemplo, para un progresista poco importa que exista robusta evidencia de que el fortalecimiento de la sindicalización o el aumento artificial de costos laborales conduce en la práctica a una reducción de la oferta laboral y a un consecuente mayor desempleo e informalidad. Hacia 1950, Estados Unidos producía el 75% de los automóviles del mundo y los japoneses menos del 1%. Años después, el enfoque de Japón en la mejora continua y la eficiencia y la simultánea expansión de los derechos sindicales estadounidenses condujo a que Japón produjera más vehículos que USA y a que en 1990 hubiera 200.000 empleos menos en esta industria norteamericana que en 1979, a causa de una fuerte pérdida relativa de competitividad.

Para el progresista la evidencia es secundaria porque el examen razonado de los efectos y el impacto numérico de las “soluciones” es una nimiedad accesoria frente a las buenas intenciones que, aducen, deben primar. Todo lo que suene “justo” a priori predomina sobre la frialdad de la evidencia y la crudeza de la ciencia, inconvenientes porque solo buscan desprestigiar las recetas aparentemente obvias y benevolentes. La apelación a la emoción es su bandera (y su principal falacia), por lo cual cualquier debate es argumentativamente inviable. Todo aquel que ponga en números los efectos de sus ideas corre el riesgo de ser tildado de insensible, facista, machista o racista, según la perspectiva sistemática elegida para explicar holísticamente el mundo y sus relaciones.

La irracionalidad inherente a esta moda conducirá a errores que serán muy costosos para toda la sociedad, incluyendo a sus propios promotores. El abierto desconocimiento de los aprendizajes de la historia económica de la humanidad nos llevará como país a tener que meter el dedo en el enchufe en varios frentes para entender que nos electrocutaremos. Mientras esta moda marque el rumbo político, los sueños de refundar la patria y vivir lemas apoteósicos en realidad nos sumirán en una pérdida de competitividad, la inviabilidad financiera de nuestro empresariado, el espanto de la inversión, la dependencia energética, la insostenibilidad fiscal y el deterioro de la calidad de vida de todos los colombianos.

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