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Colombia transita en un laberinto de valores y una torre de Babel y no es tema nuevo, viene ganando momentum y fuerza de tiempo atrás.
Un laberinto de valores donde no se vislumbra brújula que marque un norte inspirador para salir adelante; tampoco se visualiza un hilo de Ariadna que motive volver atrás a restaurar un orden pretérito digno de ser restaurado.
Torre de Babel donde las palabras pierden su real y sustancial significado para ponerse al servicio de impostadas correcciones políticas, relativismos tendenciosos y vacuos pragmatismos.
La sociedad civil con su sector empresarial y sus gremios, la clase política y sus partidos, la institucionalidad pública, los intelectuales, los centros académicos, las instituciones de educación, los comunicadores sociales y sus medios, las familias, las diversas iglesias, los artistas, los deportistas, las redes sociales y otras expresiones formales y no formales de organización civil, están llamados a un reflexión a fondo, sincera, consecuente e inaplazable, sobre los valores y/o antivalores que condicionan sus accionar colectivo.
La corrupción y la violencia arrecian y ya el estupor no alcanza.
La pobreza sigue siendo factor de exclusión social y parece destino.
La inequidad está al orden del día como paisaje.
La impunidad se ha normalizado.
La grosería y vulgaridad campean y la presentan como carácter.
La libertad viste trajes de libertinajes.
La igualdad deviene en igualitarismo ramplón, patente de corso para que identidades tribales impongan con totalitarismo su particular agenda.
La fraternidad se reduce a sectarismos incapaces de tolerar la diversidad.
La vida y el amor en el discurso terminan abrazando agendas prácticas de muerte.
La cultura empresarial generadora de valor, cede en no pocos casos, a la lógica de los negocios, legales o ilegales, que a todo ponen precio y a nada reconocen valor, mientras cazan rentas privadas, públicas o sociales.
Opciones privadas pretenden volverse agenda pública, vicios privados buscan convertirse en virtudes públicas y los gustos privados, algunos los quieren subsidiados con recursos públicos.
La necesaria subsidiaridad concurrente entre el Estado, las empresas y las personas, se reduce a susbsidios que nacen temporales, se eternizan y no contribuyen a consolidar autonomías dignas y sostenibles.
La obediencia se confunde con servilismo y la autoridad legítima con poder arbitrario.
La comunicación social y política es tóxica, suspicaz, mentirosa.
La anterior letanía de síntomas no busca generar sentimientos de impotencia y petrificar la psicología personal y social de los colombianos; busca sí, generar sentido de realidad como un primer paso ético. También es imperativo decir, que paralelo al dramático cuadro anteriormente descrito, hay una Colombia, la amable, donde florecen muchas cosas por celebrar, que aún no son noticia, como deberían serlo.
Construir comunidad de propósito como país y comunión de sentido como nación pasa por revisar el adn ético y estético, así como por reconfigurar el lenguaje social y político; la estética de las palabras precede a la ética de las acciones. Optar por Colombia es un acto de fe y valor digno de ser asumido.