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Una comunidad es sostenible en el tiempo, y se consolida como experiencia gratificante y edificante, si las relaciones que a su interior tramitan sus miembros, se fundamentan en autoridad legítima y obediencia inteligente.
La anterior premisa aplica a diversas escalas y complejidades de comunidad: familia, vecindario, escuela, colegio, universidad, iglesia, empresa, gremio, sindicato, municipio, nación.
Tiene igualmente pertinencia para relaciones entre padres e hijos, maestro y estudiante, empleador y empleado, pastor y grey, policía y ciudadano, gobernante y gobernados. También aplica en las relaciones entre los poderes civiles y las fuerzas armadas.
Una comunidad que tenga vocación democrática necesita reflexionar y construir acuerdos claros y verificables sobre las relaciones de autoridad y obediencia, relaciones que deben reconocer la importancia de los espacios de autonomía que necesitan personas y organizaciones para cumplir con su misión social e institucional.
Sin autonomías no hay democracia, sin relaciones de autoridad legítima y obediencia inteligente la democracia se hace insostenible.
La autoridad legítima encarna y representa todo lo contrario al poder arbitrario. La obediencia inteligente representa y encarna todo lo que no es servilismo acrítico.
La autoridad solo se legitima cuando aquel que la predica e invoca es el primero en actuar de manera consecuente; sin capacidad de dar ejemplo, la autoridad se evapora.
La obediencia inteligente se ejerce de manera consciente y libre; es la capacidad de emular a la autoridad legítima, cuestionarla de ser necesario, y al mismo tiempo, ante una eventual erosión de legitimidad, aplicar la desobediencia civil de manera pacífica y consecuente; un acto de desobediencia civil nunca apela a la violencia, ni un desobediente civil jamás utiliza capuchas ni recurre a mimetizarse en un alias.
La sociedad colombiana transita hoy en un laberinto de valores, no tiene brújula que marque un norte ni hilo de Ariadna que le permita devolverse a restaurar un viejo orden digno de ser restaurado; ese tránsito lo hace Colombia en medio de una torre de babel, en la que las palabras se están vaciando de su auténtico y real significado.
En ese contexto, Colombia acusa exceso de poderes arbitrarios y servilismos acríticos y un déficit creciente de relaciones basadas en autoridad legítima y obediencia inteligente. He aquí otra arista para explicar la crisis de viabilidad como sociedad y Estado que padece Colombia; los síntomas son cada vez más patéticos en los tiempos actuales y los días que hoy transcurren.
Hay que decirlo también; en medio de la incertidumbre, no hay otro camino que seguir optando por una Colombia con más y mejor democracia y tratar que la lucidez en los análisis no precipite escepticismos petrificantes, y que la esperanza se forje en el atanor alquímico de la recia voluntad. “Ser colombiano es un acto de fe” dijo Borges y Unamuno enseñó que “ fe no es creer en lo que no se ve, sino crear lo que no se ve”.