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Analistas 08/05/2025

‘Extra omnes’: el cónclave y los desafíos detrás del poder financiero en el Vaticano

Alfredo Contreras
Investigador del Cesa

Ayer, al pronunciarse la expresión ‘Extra omnes’ (‘fuera todos’), comenzó en la Capilla Sixtina uno de los procesos de sucesión administrativa más secretos e inquietantes de nuestro tiempo: el cónclave para elegir al nuevo pontífice de la sede apostólica. Aunque revestido de profunda espiritualidad, este acto trasciende lo meramente religioso para convertirse en un evento organizacional clave.

El Papa ejerce simultáneamente como líder espiritual de la fe católica y como jefe de Estado del Vaticano, asumiendo además el rol de director ejecutivo (CEO) de la organización eclesiástica. Esta doble función implica una responsabilidad significativa sobre diversas entidades, especialmente el Instituto para las Obras de Religión, IOR, conocido popularmente como Banco Vaticano. Fundado oficialmente en 1942 bajo el papado de Pío XII, el IOR surgió en un contexto donde la autonomía soberana del Vaticano le permitió operar con un nivel de regulación considerablemente menor que el aplicado a otros bancos europeos.

Este contexto ha facilitado controversias recurrentes sobre supuestas operaciones ilícitas, especialmente acusaciones de lavado de dinero vinculado a la mafia italiana. Las investigaciones judiciales sobre estas irregularidades se han dificultado considerablemente debido al fuero especial que protege a la curia romana, obstaculizando el esclarecimiento de diversos escándalos financieros.

Desde el papado de Juan XXIII, la preocupación por la administración y transparencia financiera ha sido creciente. Siendo externo a la curia romana, Juan XXIII alertó sobre estas posibles irregularidades y dificultades para controlarlas eficazmente. Su sucesor, Pablo VI, aunque miembro de la curia, dedicó mayor atención a los asuntos doctrinales emanados del Concilio Vaticano II, dejando en un segundo plano la gestión administrativa y financiera del Vaticano.

La complejidad del asunto financiero se volvió evidente durante el breve pontificado de Juan Pablo I, cuyo mandato duró solamente 33 días. La misteriosa muerte de este pontífice intensificó el escrutinio público sobre el manejo financiero interno, fortaleciendo la percepción de que las irregularidades eran más profundas de lo que se había reconocido hasta entonces. Desde ese momento, el trono de San Pedro no ha regresado a manos de pontífices italianos, marcando un cambio histórico en la Iglesia.

Con Juan Pablo II, primer Papa no italiano en 455 años, la atención a las finanzas del Vaticano adquirió mayor protagonismo, pero los problemas persistieron. Un episodio particularmente significativo fue la muerte en circunstancias sospechosas en 1982 de Roberto Calvi, del Banco Ambrosiano, conocido popularmente como “el banquero de Dios”, por sus vínculos cercanos con el IOR. En paralelo, el Vaticano protegió diplomáticamente al cardenal Marcinkus, entonces responsable del Banco Vaticano, de investigaciones judiciales en curso.

El sucesor de Juan Pablo II, Benedicto XVI, enfrentó desafíos adicionales derivados de escándalos sexuales y financieros. Intentó introducir reformas mediante la creación en 2010 de la Autoridad de Inteligencia Financiera, AIF, aunque no logró evitar la filtración de documentos internos conocidos como ‘Vatileaks’. Estos eventos minaron considerablemente su pontificado y precipitaron una renuncia histórica, ejecutada estratégicamente para minimizar el impacto reputacional sobre la Iglesia.

La elección del Papa Francisco trajo consigo una nueva visión administrativa y una reforma financiera significativa. Desde el inicio, Francisco impulsó medidas para mejorar la transparencia y el control interno, creando una Secretaría para la Economía en 2014 y renovando profundamente la estructura del IOR en 2019. Bajo su liderazgo, se establecieron cuatro órganos diferenciados para la supervisión del banco: una comisión supervisora de cardenales, una junta de superintendencia, una prelatura y un directorado laico. Estas reformas contribuyeron a mejorar parcialmente la reputación del Vaticano ante la comunidad internacional.

Francisco también impulsó una diversificación significativa del colegio cardenalicio, nombrando durante su pontificado a 168 nuevos cardenales, de los cuales solo 30 son italianos. Esta reconfiguración aporta una diversidad geográfica y doctrinal nunca vista, transformando significativamente la dinámica interna del actual cónclave. La exclusión reciente del cardenal Angelo Becciu del proceso electoral, debido a su implicación en un caso judicial por malversación de fondos, refleja la tensión persistente entre las necesidades espirituales y administrativas de la Iglesia.

El legado de Francisco para este cónclave es la diversidad más amplia vista hasta ahora, no solo en términos geográficos, sino también en corrientes de pensamiento. Esto enriquecerá el debate interno y posiblemente reducirá la influencia de intereses externos. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, permanece el inmenso reto financiero para su sucesor: abordar el persistente déficit presupuestal y el sistema de pensiones desfinanciado del Vaticano.

Esperemos que, en esta ocasión, al pronunciarse el comando ‘Extra omnes’, realmente hayan salido todas las influencias externas y permanezca únicamente el Espíritu Santo y el compromiso sincero de los cardenales para asegurar la sostenibilidad institucional de la Iglesia.

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